miércoles, 29 de mayo de 2013

LEIG GW PERSSON Y LA SUECIA MENOS FRÍA




Aunque el autor de esta novela sea sueco y el libro pueda clasificarse en el género negro, tan de moda actualmente, nos encontramos ante una historia atípica, tanto por su contexto como por sus protagonistas. En primer lugar, nos hemos de situar en una Suecia calurosa, cosa que contrasta con la nieve y el hielo a qué nos tienen acostumbrados los libros de otros autores de aquel país. En segundo lugar, el principal protagonista, Bäckström, es todo un antihéroe, una mezcla de Torrente y del Méndez de González Ledesma, aunque con mucha menos ética profesional que éste último.  Vago, con tendencia a la ordinariez y al pensamiento políticamente incorrecto, me consta que el personaje ha resultado muy incómodo a algunos lectores habituales de ese tipo de libros de ficción. Sobre todo, a las lectoras.
Leif GW Persson (Estocolmo, 1945) es un criminólogo y escritor muy popular en su país y todavía poco traducido en España. Conoce el mundo policial en directo y por eso sus descripciones de los métodos empleados y del cuerpo policial resultan vivas y convincentes pero, en cambio, nos pueden sonar a lejanas y raritas a quiénes estamos más acostumbrados a convivir con los profesionales del orden a través de la novelística y no de la realidad pura y dura. Ese policía que resulta simpático y repulsivo a la vez se nos antoja a menudo más mediterráneo o mesetario que sueco, quizás porque nos movemos, queramos o no, entre tópicos diversos.
La novela tiene méritos evidentes pero quizás no sea lo mejor de su autor. Alargada de forma innecesaria, parte de un crimen poco explicado cuya resolución en la última parte del libro no nos acaba de convencer. Hay un exceso de personajes, de situaciones y de derivaciones colaterales de la historia que a menudo no vienen a cuento. Que dada la vagancia e inoperancia de una gran parte de ese cuerpo policial el caso se resuelva, gracias a algún elemento de la profesión más serio y responsable que el resto, ya es todo un mérito aunque inquieta lo errático de la metodología nórdica utilizada por ese equipo inclasificable.
Persson sabe de lo que escribe y quizás por eso es tan desmitificador. Tuvo él mismo problemas en su país al investigar sobre una trama de prostitución con implicados de cierta categoría. En todo caso resulta éste un libro interesante para acercarnos a otra Suecia menos fría, menos eficiente pero también, con toda probabilidad, más real y más humana que esa otra que han promocionado muchas novelas sobre crímenes y misterios en las cuales los policías son educados, atractivos, atormentados, preocupados por los problemas de la humanidad y del medio ambiente y nada machistas.
Lo mejor de todo son los pensamientos no verbalizados de ese investigador tan particular, que cumple con poco esfuerzo, no valora a los demás, bebe cerveza sin medida, ve pelis porno y trata a las damas de forma absolutamente incorrecta y grotesca. Hay en el personaje mucha crítica subliminal de ese mundo de hoy tan aséptico en apariencia, incluso de una gran parte de literatura de género que se mueve dentro de unos parámetros muy encorsetados. Nos tropezamos con grandes dosis de ironía que derivan en sarcasmo cáustico, en definitiva. La provocación está servida aunque es una lástima que la historia central, el crimen que sirve de excusa a todo lo demás, no esté un poco más elaborada y trabajada.

Júlia Costa

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Linda, como en el asesinato de Linda / Leif GW Persson / Editorial Grijalbo / 1ª edición, 2012 / Traducción de Carmen Montes Cano / 528 páginas / ISBN 9788425347955

(Reseña publicada en el blog Llegir en cas d'incendi )

viernes, 17 de mayo de 2013

SOBRE LENGUAS NO DEBERÍA HABER NADA ESCRITO




Hace años tuve una muy buena profesora de lengua que nos contó como, en la realidad, había más diferencias entre dos dialectos alemanes o italianos que entre el castellano y el catalán. El concepto de lengua, de idioma, es siempre artificial, creado o fijado por los poderes académicos, políticos. Pero la alfabetización masiva hace que esos estándares artificiales se conviertan en algo sólido e intocable, como las leyes. Sólido e intocables según los que mandan, claro. 

Viajar de forma lenta, hace años, por el norte de España, me convenció de qué no se acababa una lengua -o una forma dialectal- y empezaba otra sinó que el habla fluctuaba de forma dócil entre el catalán y el gallego, pasando por las formas aragonesas y asturianas. De aquí viene, me cuentan, el hecho de que míticos predicadores como San Vicente Ferrer se entendiesen con casi todo el mundo, viajaban a pie e iban asimilando los cambios diversos. El término dialecto se ha usado de forma despectiva cuando un dialecto es algo más real y vivo que esas lenguas de libro y de gramática sagradas y oficiales.

Como los lenguajes van íntimamente ligadas a nuestro imaginario sentimental y a nuestro adoctrinamiento político y social, decir estas cosas no parece bien a nadie o a casi nadie. Se intenta marcar más las diferencias que las palabras comunes, para significarse. Hablo de las lenguas de origen románico, más que nada. El euskera es otro caso muy interesante y singular en el cual no entraré ahora. Una lengua, un idioma, no es nada concreto, incluso si miramos diccionarios y los leemos con cierta atención comprobaremos como su definición és absolutamente etérea e imprecisa. 

Pasa algo parecido con la religión, poner en duda la existencia histórica del Jesucristo canónico, evidenciando las lagunas en la documentación existente, levanta muchas protestas y reticencias. La historia sirve para todo y esta llena de medias verdades y de mentiras gruesas escritas por los vencedores o por los perdedores resentidos. Todo es según el color del cristal con qué se mira, que ya lo decía Campoamor, hoy casi olvidado. 

La lengua oficial ha sabido crear su forma perfecta y correcta y sus perversiones ligadas a la poca cultura. Ese concepto, el de cultura, es también abstracto e impreciso, como el de arte. Los pobres hablan mal, claro. Los barbarismos, las contaminaciones, son un peligro que hay que frenar. Un intento vano, ya que todo se acaba contaminando, con el contacto  humano y la realidad de un mundo diverso y con muchas relaciones de todo tipo. Veáse lo que está pasando con ese latín moderno, el inglés de estar por casa, que ocupa ya una gran parte de nuestro buen castellano, de nuestro mítico catalán, de lo que sea, incluso de ese francés oficial, tan protegido por todas partes.

Nuestros orgullos personales andan relacionados con patrias, religiones, lenguas, incluso con las propias familias en las cuales hemos caído, siempre por azar. Vanos orgullos son esos, no responden a nuestros propios méritos. La lengua debería ser un instrumento de comunicación y poca cosa más. En nuestro ámbito profesional precisamos de una lengua consensuada, común, no les niego utilidad a los académicos sabios cuando fijan los conceptos, el estándar y la ortografía para evitar líos. Ahora bien, inferir de eso que todo es intocable, como la Constitución, no lleva a nada bueno. 

La ignorancia sobre la geografía lingüística y sobre las formas dialectales de las lenguas que conocemos se ha fomentado siempre. Conocemos muy poco el mapa mundial de los idiomas, de las variedades lingüísticas. También conocemos poco o nada las variantes existentes, todavía vivas, de nuestra lengua familiar. A todos nos parece que los otros hablan mal, incluso que esas palabras raritas que escuchamos en nuestro pueblo, en nuestro barrio, son incorrecciones, localismos, arcaísmos, curiosidades campesinas o bien ordinarieces. Si la capital de España hubiese sido Sevilla seguramente el castellano actual sería muy diferente. O si la gran ciudad catalana hubiese sido Tortosa en lugar de Barcelona, por ejemplo, nuestro catalán canónico también sería de otra manera. 

Sin embargo continuamos necesitando dogmas y doctrinas. En el ámbito de la lengua no hay bueno ni malo, correcto ni incorrecto, sinó adecuado o no al contexto comunicativo, profesional. El resto es política, en el peor sentido de la palabra. La lengua, como la ley, debería estar al servicio de los hombres y las mujeres y no éstos al servicio de las normas pertinentes y, supuestamente, inalterables. Las variantes diversas deberían ser acogidas con entusiasmo, como saben y hacen los buenos escritores, aunque de esos quedan pocos y todo parece cada día más estandardizado y unificado, a la baja, claro.

Cuando ha habido la necesidad de unificar territorios, de crear estados, de encender el sentimiento patriótico, se ha visto la necesidad de inventar o reinventar una forma común de lenguaje que, a menudo, no existía. De forma retrospectiva tendríamos que reflexionar sobre el hecho de qué muchos europeos lo que usamos, todavía, es un muy mal latín, lengua que también, ay, instauró el imperio romano por necesidades obvias.


miércoles, 8 de mayo de 2013

LUIS MATEO DÍEZ Y SUS PAISAJES LITERARIOS




Hace ya bastantes años, en mi blog en catalán, escribí sobre Luis Mateo Díez. El escritor es un caso singular en nuestro mundo literario hispánico, su aspecto es quijotesco y discreto, elegante y con cierto halo de misterio. Con esa apariencia me podría imaginar yo un Lampedusa mesetario y leonés, un hidalgo a la vieja usanza. Supe de su existencia hace bastante tiempo, gracias a una revista para maestros que editaba el ministerio y uno de cuyos apartados hacía referencia a funcionarios públicos que tenían aficiones artísticas o literarias, creo que se llamaba algo así como función pública, afición privada. Era aquella una sección que tenía bastantes seguidores. Así fue como busqué sus primeros libros, La fuente de la edad, El espíritu del páramo, publicados ya en la madurez, Mateo Díez empezó escribiendo poesía pero se fue pasando a la narrativa. Se pueden encontrar muchas referencias sobre él en publicaciones diversas y en internet pero no es uno de esos personajes literarios habituales en las tertulias televisivas ni en las charangas editoriales demasiado ruidosas.

No voy a presumir de haber leído todo lo que ha escrito, que es mucho. Tampoco voy a decir que todo lo que he leído del autor me haya gustado por igual aunque todos sus libros tienen pasajes, personajes y paisajes inolvidables y evocadores, poéticos, inquietantes incluso. Mateo Diez requiere, para entrar en su mundo, tan personal, de algo que en nuestros tiempos no es habitual: paciencia, constancia, tranquilidad. Sus gentes son, cómo el mísmo ha comentado en alguna entrevista héroes del fracaso, un término que me apropié para definir a algunos de los protagonistas de mis propias y modestas novelas. Que un autor cómo él, en estos tiempos, haya conseguido desarrollar una carrera literaria constante, jalonada de premios de prestigio pero poco ruidosos, es un gran mérito, suyo y también de la sociedad cultural que lo rodea. Y con novelas que no son ni históricas, ni de ciencia ficción, ni policíacas, por cierto. Que no están sujetas a modas ni tendencias y que beben de la tradición intelectual castellana más profunda e intemporal. 

Mi hermano me preguntó hace unos días sobre ese autor, había leído alguna cosa sobre su último libro, en el periódico. Recordaba que yo le había hablado de él hace tiempo. En las páginas de Mateo Diez está todo lo excelente, lo bueno, lo mediocre y lo malo de nuestra controvertida hispanidad y leyéndolo nos damos cuenta de qué, nos guste o no, por más catalanes que nos sintamos tendremos también siempre algo o mucho de españoles perdidos en medio de mesetas hostiles, nosotros, los periféricos. He recuperado y estoy releyendo Camino de perdición, uno de mis libros preferidos de ese escritor inclasificable, académico, por cierto, desde el año 2000. 

Mateo Diez dejó la poesía, no sé si de forma definitiva, pero los títulos de sus libros son absolutamente poéticos, Fantasmas del invierno, El expediente del náufrago, El espíritu del páramo, Los frutos de la niebla, El demonio meridiano, El paraíso de los mortales... Un autor para tener en cuenta y para leer y releer sin pausa y sin prisa, sobre todo, sin prisa.