domingo, 23 de diciembre de 2012

VÍCTOR HUGO Y SU SIGLO


Nos llega la versión en cine del musical Los Miserables y con esa serán ya un montón y medio las versiones existentes de la famosa novela de Víctor Hugo. Las grandes obras clásicas, sobre todo las del siglo XIX o inicios del XX, época dorada de los grandes novelones, siempre resultan atractivas aunque nos sepamos de memoria los argumentos o quizás precisamente por eso, porque ya forman parte de nuestro imaginario colectivo.

Hace unos días una amiga, también escritora, me comentaba, merendando en la librería Laie, que no le gustaba demasiado esa historia larga y pesada, con el pobre Valjéan, precursor de El fugitivo, recibiendo palos por todas partes, portándose como un santo y huyendo del malvado de turno, ese obsesivo Javert, que, además, ostenta la legalidad.

Comparto esa opinión por lo que respecta a la trama argumental de la novela que es, en general, lo que se puede ver y entender en las versiones en cine y televisión. Pero lo mejor de esa novela de Hugo es precisamente lo que no se puede saber si no se entra muy a fondo en el texto, la ambientación, la descripción de usos y costumbres, las tripas de una época y de unas circunstancias que el autor vivió de forma apasionada y comprometida. 

A veces, cuando contemplo la papanatería con la cual se visitan escenarios de tragedias más cercanas a nosotros, como la Batalla del Ebro, me viene a la memoria un fragmento de Hugo en el cual medita sobre la misma papanatería, en este caso por parte de gente que visita el escenario de Waterloo en el cual un campesino, precursor de todos esos monitores del turismo cultural de nuestro tiempo, a cambio de unas monedas, les cuenta diversas barbaridades y anécdotas sobre el tema.



No creo que sea Los Miserables la mejor novela del autor. Hugo escribió grandes poemas, mucho teatro, diversas novelas, acercarse a esos escritores prolíficos y poliédricos pide un esfuerzo que, en nuestros tiempos, resulta quizás excesivo en un mundo que se mueve tan deprisa, a ritmo de novedades. Pero Los Miserables contiene fragmentos impresionantes, recoge opiniones personales, su irregularidad hace que en algunos momentos parezca un conjunto de lecturas dispersas y variadas, y es un fresco impagable sobre la Francia de la época, a veces idealizada y a veces descrita con un realismo oscuro y amargo. Cuando habla de épocas pasadas como en Notre Dame de Paris, la documentación que maneja el escritor es impresionante. Por desgracia su teatro nos llega poco y mal, actualmente.

Una discusión algo bizantina y recurrente, cuando se habla de versiones, es aquello de si el libro es mejor que la película. O si las versiones reducidas sirven para llegar luego a la gran obra. Esas preguntas no tienen respuesta dogmática. Hay películas mejores que los libros, libros mejores que las películas, buenos libros que han dado buenas películas y malos libros que han dado malas películas.

Creo que hay que acercarse a una cosa y a la otra sin complejos y considerando que son dos cosas distintas. A menudo el excesivo rigor en las adaptaciones de obras literarias al cine ha dado también farragosas versiones como una de Ana Karenina, bastante aburrida, que se filmó en la antigua URSS. El otro día, por casualidad, dieron por televisión una película alemana basada en la novela Effi Briest, poco conocida aquí, pero que toca el tema, tan querido por los decimonónicos, de la mujer adúltera (Bovary, Karenina, La Regenta...). Todos los países europeos tuvieron sus adúlteras de ficción más o menos famosas.  La versión alemana cambiaba totalmente el final pero la película no estaba mal del todo.

Hace años se emitió una serie de dibujos sobre el Quijote, bastante digna. Sin embargo hubo intelectuales que protestaron de esa vulgarización infantilizada. El Quijote es uno de esos libros cuya fama supera con creces la lectura que provoca, al menos en su totalidad. Me imagino que los muchos niños que vieron esa serie no se convirtieron, de adultos, en lectores devotos del libro de Cervantes. Bueno, puede que una minoría, sí. Una minoría que se hubiese convertido en lectora, seguramente, sin los dibujos. 



Víctor Hugo fue un personaje extraordinario, vitalista y activo políticamente. Vivió muchos años para la época, vio morir a parientes y amigos, intervinó en algunos gobiernos, otros le persiguieron, se exilió, regresó, recibió honores pero también críticas. No fue un revolucionario estrictamente hablando pero defendió a los débiles y a los perseguidos y criticó cosas como la explotación obrera y la pena de muerte. Y no sólo de forma novelesca sino directa, en discursos y proclamas, en su actividad política. No veía mal el enriquecimiento si éste se aplicaba a la producción de más riqueza para el bien común.

Francia ha tenido una gran habilidad para asimilar a toda su gente importante. También ha afrancesado a cualquier persona importante dispuesta a afrancesarse. Aquí somos un país de más capillitas, si está uno que no esté el otro. Evidentemente, ha sido un país muy centralista, que consiguió acabar pronto con las veleidades regionales y las lenguas que no fuese el francés canónico, lo hizo con contundencia y eficacia, con cruel inteligencia, vaya. A menudo la admiración por el país vecino nos ha ocultado esos graves pecados ligados a su chauvinismo irredento. Sus grandes tragedias las ha reconvertido en glorias nacionales patrióticas, como la misma Revolución o la Comuna de París. O el mayo del 68. Incluso Hollande ha sido capaz de pasearse por Argelia reconociendo los pecados pasados sin perdir perdón y de quedar como un señor, en teoría. A eso se le llama política de estado.

Hugo me resulta admirable, incluso recordando en perspectiva su trayectoría vital y sus sombras, que algunas tiene, como todo el mundo. Fue un buen padre y un buen abuelo, un hombre de familia responsable, más allá de sus amoríos y de sus fidelidades. Se ha escrito bastante sobre el drama de su hija Adèle, o sobre el accidente que sufrieron Leopoldine, su otra hija y su marido, que perecieron ahogados, como si en las familias normalitas no existiesen casos de esquizofrenia y dramáticos accidentes imprevistos, como si sólo los famosos estuviesen sujetos a maldiciones ligadas a culpas diversas.

A mi me gusta más su imagen tópica, de venerable anciano, con esa barba patriarcal, que su rostro inquieto de más joven, reflejada en dibujos, pinturas y fotografías. Víctor Hugo insistió una y otra vez en el absurdo de las guerras, de la pena de muerte, de la barbarie y de la violencia, sobre todo de aquella que se ejerce desde arriba, desde el estado abusivo. Dibujó y pintó de maravilla, también.

Incluso en una película tan pintoresca como Violetas Imperiales incluyeron una escena en la cual nuestra Eugenia de Montijo, futura emperatriz, lee delante de Napoleón III un poema de Hugo, que se encuentra exiliado y que es contrario al gobernante. Víctor Hugo merece que nos acerquemos, sin pausa y sin prisa, al conjunto de su obra, tan extensa, tan diversa, quizás algo demodée en el estilo, claro, pero tan moderna en la ideología, en las aspiraciones sociales y políticas acerca de un mundo mejor, más justo, más libre, más pacífico.



Bêtise de la guerre

Ouvrière sans yeux, Pénélope imbécile, 
Berceuse du chaos où le néant oscille, 
Guerre, ô guerre occupée au choc des escadrons, 
Toute pleine du bruit furieux des clairons, 
Ô buveuse de sang, qui, farouche, flétrie, 
Hideuse, entraîne l'homme en cette ivrognerie, 
Nuée où le destin se déforme, où Dieu fuit, 
Où flotte une clarté plus noire que la nuit, 
Folle immense, de vent et de foudres armée, 
A quoi sers-tu, géante, à quoi sers-tu, fumée, 
Si tes écroulements reconstruisent le mal, 
Si pour le bestial tu chasses l'animal, 
Si tu ne sais, dans l'ombre où ton hasard se vautre, 
Défaire un empereur que pour en faire un autre ?


L'AUTRE


Viens, mon George. Ah ! les fils de nos fils nous enchantent,
Ce sont de jeunes voix matinales qui chantent.
Ils sont dans nos logis lugubres le retour
Des roses, du printemps, de la vie et du jour !
Leur rire nous attire une larme aux paupières
Et de notre vieux seuil fait tressaillir les pierres ;
De la tombe entr'ouverte et des ans lourds et froids
Leur regard radieux dissipe les effrois ;
Ils ramènent notre âme aux premières années ;
Ils font rouvrir en nous toutes nos fleurs fanées ;
Nous nous retrouvons doux, naïfs, heureux de rien ;
Le cœur serein s'emplit d'un vague aérien ;
En les voyant on croit se voir soi-même éclore ;
Oui, devenir aïeul, c'est rentrer dans l'aurore.
Le vieillard gai se mêle aux marmots triomphants.
Nous nous rapetissons dans les petits enfants.
Et, calmés, nous voyons s'envoler dans les branches
Notre âme sombre avec toutes ces âmes blanches.


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