martes, 21 de julio de 2015

SÓCRATES Y EL BURRO



Sócrates, juicio y muerte de un ciudadano
Hasta el 2 de agosto de 2015
AUTORES: Mario Gas i Alberto Iglesias
DIRECCIÓN: Mario Gas



Hasta el dos de agosto,  en el marco del FESTIVAL GREC, se puede ver en el Teatro Romea Sócrates, juicio y muerte de un ciudadano, después del triunfo en Mérida de esta obra imprescindible que nos evoca la figura del filósofo y las circunstancias de su juicio y condena. La escenografía,  pobre y austera, con un blanco con matices en el  vestuario, incide en la personalidad del  personaje, en su desprecio por los bienes materiales y consigue que nos parezca aún más absurda su conocida condena.

El texto potencia paralelismos con la realidad actual de un mundo en el cual los  sinceros e incorruptibles que no tienen pelos en la lengua provocan inquietud y reticencias.  La situación de Grecia y los sucesos políticos de estos últimos tiempos contribuyen a esos guiños a la actualidad. Posiblemente todo se repita, en el fondo la naturaleza humana es siempre la misma aunque muchas cosas han cambiado, al menos en una parte del mundo. También ha evolucionado en apariencia, nuestra mentalidad. Sin embargo los miedos y la inseguridad son terreno abonado para la barbarie y la sinrazón.

Creo que se percibe un feliz regreso al teatro de ideas y con cierta profundidad retórica que durante un tiempo parecía pasada de moda. Sócrates fue el protagonista de un recordado montaje de principios de los años setenta, con texto de Enrique Llovet y Marsillach en el personaje principal. Fue aquella una buena época teatral y, a pesar de las circunstancias, llena de esperanza. Todo vuelve y los temas universales siempre tendrán público ya que nos hablan de nosotros mismos, de nuestras miserias y de nuestros esfuerzos por subsistir con dignidad. Desencanto y esperanza se alternan en nuestra percepción del presente.

Ignoro si en un contexto en el cual las humanidades en general van perdiendo peso específico la figura de Sócrates es tan conocida como hace años. La obra tiene la virtud de ser relativamente breve,  una hora y media en la cual se exponen las circunstancias y el contexto de ese juicio sin sentido y de esa condena irreversible. Josep Maria Pou interpreta de forma magistral un Sócrates burlón, irónico, discursivo hasta el final. Unos secundarios de lujo lo acompañan, Carles Canut, Pep Molina, en un papel poco amable pero muy interesante, el de ese antagonista convencido quizás de la culpabilidad del condenado, pero que manifiesta sus dudas e incluso el convencimiento de actuar de forma inmoral.

Y debe destacarse a Amparo Pamplona, una  gran actriz a la cual tenemos pocas ocasiones de ver en Barcelona, inmensa en sus intervenciones puntuales, sobre todo cuando interpreta a la esposa de Sócrates y contrasta la realidad cotidiana de una vida doméstica llena de escasez con esos ideales de un esposo que se dedica a filosofar. Única mujer en un mundo de hombres, la singularidad de su sexo en el conjunto nos recuerda que aquella supuestamente perfecta democracia tenía muchos puntos débiles y unos cuantos seres marginados de las decisiones colectivas.

Los otros actores, más jóvenes, tienen intervenciones  breves pero igualmente excelentes. La dicción, un tema que hoy parece menor pero que en el teatro  es importantísimo, roza la perfección. Todo se entiende sin dificultad y la expresión oral, ni lenta ni rápida, juega con los silencios y el ritmo de forma precisa. El texto quizás pierde fuerza en algún momento puntual  pero no estamos ante una obra de acción ni nos enfrentamos a  un argumento convencional. Ya conocemos de antemano el desenlace, que se nos cuenta al principio y al final cerrando el círculo de una condena ridícula si no fuese irreversible. Es aquello tan conocido de la banalidad del mal, los discípulos pagarán el gallo y la vida seguirá, con sus miserias y sus ambiciones y sus injusticias.

No puedo dejar de pensar que esta obra habría encontrado un marco excelente en el Teatre Grec, aunque el Romea sea un espacio en el cual se respira historia y tradición teatral. Estará en cartel hasta el dos de agosto pero probablemente regrese al Romea en otoño.


(Sócrates, al principio de la obra, comenta 'si un burro me da una coz, ¿debo llevarlo a los tribunales? Imposible no evocar temas judiciales del presente...)





miércoles, 8 de julio de 2015

BANGKOK, TEATRO CONTEMPORÁNEO EN LA VILLARROEL



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En el marco del Festival Grec de este año podemos ver en La Villarroelhasta el dos de agosto, Bangkok. Su autor y director es Antonio Morcillo López, quien recibió el XXIII Premio SGAE de Teatro de 2013 por esta interesante obra realista, absurda y kafkiana a la vez, que bebe en muchas fuentes del teatro contemporáneo y nos evoca a autores como Albee, Pinter o Becket.

En un aeropuerto sin aviones ni pasajeros se presenta un anciano, posiblemente estafado a través de internet, que quiere viajar a ese Bangkok que da título a la obra. En un escenario aparentemente fantasmal, pero que sabemos que en la sociedad de nuestro presente puede ser absolutamente real y cercano, sólo encuentra a un joven guardia de seguridad dedicado a absurdas tareas, como, por ejemplo, entrenar halcones que eviten la proliferación de pájaros molestos para el tráfico aéreo. Se supone que en el aeropuerto hay alguien más, un joven chino al cual no vemos nunca y con el cual el guardia se comunica por teléfono.

La situación parece absurda pero explicable. ¿Acaso no conocemos la existencia de espacios inútiles parecidos, en los cuales se han gastado montones de dinero público? El diálogo entre los dos personajes se mueve entre pinceladas de humor amargo, esperpéntico y nos evoca dos vidas no tan alejadas de la realidad actual, reconocibles. El joven, casado y con un hijo, tiene un impresionante currículum académico pero sólo ha podido acceder a este trabajo monótono, aburrido y sin sentido. El  anciano parece un ejecutivo decadente y aburrido, solitario y amargado, que desea alejarse, incluso de su propia vida.

Sin embargo el texto evoluciona hacia una ambigüedad inquietante, con el telón de fondo de la crisis económica, de la falta de valores y objetivos de un mundo en el cual se puede incluso sobrevivir en medio de la escasez, en trabajos que no responden a ninguna necesidad, precarios y frustrantes. Antes, explica el anciano al joven, el trabajo encontraba al trabajador y éste acababa por ser un maestro en su oficio. Pero este viejecito que reflexiona a fondo sobre la vida tiene una extraña ocupación inexplicable y poco clara. De la misma manera que los halcones matan pájaros como los sisones, molestos para esos vuelos inexistentes, en el mundo existen personas cazadoras y personas susceptibles de convertirse en presas, pero esos papeles son intercambiables y confusos.

La obra tiene la gran virtud de ser breve, no llega a la hora y media, y eso hace que algunas reiteraciones e incluso tópicos recurrentes, en ese fondo crítico con los grandes capitales y los bancos, no resulten demasiado evidentes. Otro tema peligroso en los textos actuales es la proliferación de palabras malsonantes, de tacos, buscando un relativo realismo, es éste un recurso que habría que usar con tiento y sin excesos ya que en algunas ocasiones se maneja de forma algo gratuita. Tiene la obra, sin embargo muchísimos elementos positivos: se trata de teatro del presente, de texto, que bebe en muchas fuentes, que nos habla de nosotros mismos aunque sea de forma más o menos simbólica y que no tiene complejos a la hora de ser claramente filosófico o discursivo.

Y un elemento definitivo que hace que el montaje de La Villarroel resulte totalmente recomendable en estos días calurosos, las interpretaciones, inmensas y contundentes, de esa pareja de actores de dos generaciones  distintas, unidos en ese espacio sobrio, en medio de una escenografía austera que sitúa al público en la sala de espera de ese aeropuerto angustiosamente inútil. Dafnis Balduz, a quien muchos espectadores recordarán por sus papeles en series de televisión, interpreta a ese guardia de seguridad aparentemente amable, con cambios de humor incoherentes,  cobarde, indignado y puede que incluso peligroso para ese sistema que, de forma más o menos oculta y gracias a sus redes ocultas, maneja las vidas de la población.

Carlos Álvarez-Nóvoa, un actor con una larga e impresionante trayectoria, con un currículum de más peso que el del joven personaje de ficción, al cual descubrimos o redescubrimos en el cine gracias a Solas, interpreta a ese aparentemente inofensivo anciano, que va desvelando aspectos siniestros de su trabajo sin perder la apariencia bondadosa, detrás de la cual podría esconderse un torturador, un experto sicario de esos capitales anónimos y omnipotentes que mueven el mundo kafkiano de nuestro presente, aunque posiblemente el pasado fuese igualmente cruel con los desfavorecidos.

Obra casi de tesis, Bangkok es un texto muy bien dirigido e interpretado que exige una reflexión posterior, un debate colectivo,  un foro real o virtual. El final puede resultar abierto o cerrado, según la interpretación de cada cual. Incluso los aeropuertos inútiles pueden utilizarse en caso de emergencia o de necesidades represivas y no es la primera vez que Bangkok es un destino simbólico, literario, mítico e inquietante. Los milagros, como el de ese avión que por fin parece dar sentido a un no-lugar, pueden resultar absolutamente indeseables y peligrosos. Las personas y los lugares nos hacen a menudo evidente aquello tan antiguo de que las apariencias engañan.

Júlia Costa
(Publicado en el blog cultural 'Llegir en cas d'incendi')