jueves, 4 de julio de 2019

EN VERANO HACE CALOR, A VECES, MUCHO Y, EN ALGUNAS PARTES, MÁS




No seré yo quién ponga en duda todo eso del cambio climático. Sin embargo, lo admito, me preocupa muy poco. Envejecer, aunque la memoria es engañosa, hace que recuerdes calores y fríos, lluvias y períodos de sequía, predicciones apocalípticas y desastres diversos. Lo mismo que en tantas cosas el exceso informativo sobre el tema meteorológico hace que salgas a la calle convencida de qué tendrás frío o calor, según lo que te hayan dicho en la tele o en la radio. Muy a menudo todo son olas, ola de frío, ola de calor...

El tiempo meteorológico parece una enfermedad. La tendencia a tratar a la gente como si fuesen niños cuando, incluso los niños y niñas, son hoy muy espabilados, hace que gente sesuda, expertos en el tema, te repitan aquello de beber agua, pasar por la sombra, no hacer ejercicio bajo el sol y otras vulgaridades. Sin embargo, cosas sencillas, como poner toldos en las playas públicas, gratuitos, brillan por su ausencia. Cuando yo era pequeña muchas playas tenían establecimientos de baños, pagabas algo por acceder allí y tenías diversos servicios, entre los cuales unas zonas de sombra con techo de paja, donde podías instalar la toalla. Hoy tienes que pagar si quieres sombrilla y no la  traes de casa. 

Cuando era  pequeña, en verano, hacíamos muy pocas vacaciones. Íbamos algunos días a algún pueblo con parientes. Recuerdo que me sorprendía escuchar a mis padres o a mis tíos afirmar con contundencia, cada año, que jamás había hecho tantísimo calor como aquel. Las informaciones meteorológicas suelen afirmar que determinada temperatura no se conocía desde hace treinta, cuarenta, veinte años... como si eso fuese toda una eternidad, vaya.  Voy a un pueblo en el cual, en los cincuenta, hubo unas etapas de sequía pertinaz que contribuyeron a la emigración de gran parte de sus habitantes  en edad de  trabajar. 

Hace años, no tantos, tuvimos también sequía en Barcelona y se llegó a extremos ridículos, no se ponía agua en las fuentes públicas, cosas así. Sin embargo, no se racionó, cosa que se temía hiciese perder votos a quienes mandaban, entonces, en el ayuntamiento. Se dijo que aquella sequía duraría años pero no duró tanto. Durante mi adolescencia cayó aquella gran nevada de 1962 y luego hubo inundaciones, se dijo que era algo inexplicable, sin embargo en el último cuarto del siglo XIX había habido una nevada parecida. Nuestra memoria es breve y relativa, como nuestra vida.

La gente sencilla atribuía aquellos hechos a la incipiente y apasionante carrera espacial. Supe más adelante que en un pasado no tan lejano se habían atribuido algunos hechos singulares de este tipo a los gases utilizados en la Primera Guerra Mundial. Hubo, en el siglo XIX, un año sin verano, con erupciones volcánicas, en la época en qué Mary Shelley escribió Drácula. En pasados más remotos la culpa la tenía Dios o los dioses, el único remedio era rezar. Ahora parece que la culpa es nuestra, de los humanos, que hemos crecido de forma exponencial y lo ensuciamos todo de mala manera. Pensar que la culpa es nuestra es, en el fondo, una forma de orgullo, de vanidad. Si la culpa es nuestra nuestra es también la solución. Incluso cuando uno se muere parece que no ha luchado bastante. Es habitual utilizar eso de luchó contra la enfermedad para definir el calvario que supone tener una enfermedad grave que, incluso, a veces, se supera. Pero nada se supera de forma definitiva. El final es la muerte, antes o después, no siempre plácida, ni tranquila, ni rápida, ni digna. El final es la inevitable decadencia de la vejez, si se llega a una edad muy avanzada. 

Para soportar el calor se ha inventado eso de los aires acondicionados, excesivos casi siempre. Cada verano me resfrío gracias a ellos. He de llevarme siempre una chaqueta, para ir al cine, para tomar el autobús. Los edificios modernos han de estar herméticamente cerrados, con esas grandes y absurdas ventanas de cristal, de diseño, para limpiar las cuales hay que contratar equipos de escaladores. Las casas de campo antiguas, las iglesias, eran lugares frescos en verano, sin tanta tontería ni tanto consumo energético. Con el tiempo, yo no lo veré, pero seguramente surgirán secuelas producidas por el consumo de esa refrigeración de la cual no te puedes escapar si trabajas en un edificio moderno. También en invierno se suele abusar de las calefacciones pero a mi me afecta mucho más eso de la refrigeración y, además, estar en lugares donde no se pueden abrir las ventanas me produce mal rollo, angustia existencial.

Quejarse del tiempo es habitual, con los años nos volvemos más quejicas, además. El verano es bueno para veranear, aunque eso de veranear es una tendencia moderna. Veranear y viajar. Hoy, si no viajas, pareces una ignorante. La gente presume de sus viajes, cada vez más lejos. La gente mayor, sobre todo. La gente joven viaja de otro modo, muchas veces por estudios, por trabajo, por curiosidad juvenil. La juventud es  espléndida pero breve, como todo. 

El viaje más interesante es la vida misma, ese viaje en el tiempo que va de la infancia a la vejez, si tienes suerte y no mueres antes de llegar a ella. Lástima que el final de ese viaje no cuente con la posibilidad de contarlo a los que acaban de empezarlo, a los que lo iniciarán en otras décadas, en otros siglos. Más allá del calor, por desgracia, siempre hay guerras y crueldades. Injusticias aquí y allá. Puede que tengamos suerte y nuestro viaje por la vida sea, relativamente, interesante y feliz. También cuentan los compañeros del mismo, padres, parejas, amigos... El azar, en definitiva. Quejarnos del calor o del  frío, en el mundo civilizado y, de momento, en paz, debería parecernos de mal gusto, una frivolidad, vaya.