martes, 25 de agosto de 2015

ELOGIO DEL ABURRIMIENTO

Se atribuye a Napoleón una famosa frase que afirma que las revoluciones se hacen por vanidad y no por ideas. Yo creo que a veces también se hacen o se intentan hacer por aburrimiento. Incluso en ocasiones parece que la gente se cansa de la tranquilidad, de estar bien, vaya. Los mentores adultos de mi época joven afirmaban que la ociosidad era la madre de todos los vicios. Sin embargo el aburrimiento y el ocio aburrido cuentan con un componente de grandeza, presuponen que no tenemos grandes preocupaciones, de momento. Quizás por esos se inventó aquella horrible frase sobre matar el tiempo cuando el tiempo muere sin esfuerzo, a menudo muy deprisa, sobre todo cuando no estamos aburridos.

Estar  ocupado es interesante, aún más cuando se ejerce una actividad que nos gusta, mejor que sea remunerada, claro. Las ocupaciones ayudan a vivir, nos hacen olvidar incluso los dolores de muelas. Pero cierta dosis de aburrimiento a veces es imprescindible para poder ejercer una cierta meditación amable sobre el mundo y nosotros. Ana María Matute, en una ocasión, creo que con motivo de la reedición de Luciérnagas, hablaba del tiempo de la guerra en el cual pasaban cosas y de ese largo franquismo resistente durante el cual parecía que no pasaba nada. Y sin embargo, también alguien afirmó que los pueblos sin historia eran felices. Lo que pasa es que no hay pueblos sin historia y no sé tan sólo si hay pueblos, así, en su forma natural, más allá de las divisiones  geográficas que hemos ido construyendo las personas.

Parece que tendremos un otoño poco aburrido, manifestaciones, elecciones. Hay gente muy entusiasta sobre todo y la envidio. O quizás no. Los entusiasmos me inquietan, debe ser la edad. Se critica en algunos casos, como en el referéndum escocés, que el voto de los mayores, de los viejos, es conservador y timorato. En otros tiempos quizás se hubiese opinado que el voto de los ancianos era el voto inteligente, ligado a la experiencia y a la prudencia, más que al miedo. Hoy que te llamen vieja es un insulto. Sin embargo un refrán catalán te aconseja que entre dos médicos elijas el más viejo, consejo que hoy parece rancio ya que se supone que los médicos jóvenes entienden más del tema, están al día. La experiencia ya no es un grado, es un lastre. 

Exsite un desmedido e hipócrita interés mitificador alrededor de niños y jóvenes y un gran negocio montado en torno a alargar la vida a los viejos haciendo que cada vez parezcan más viejos y hagan cosas de jóvenes, cosas que en otras épocas habrían parecido algo patéticas, deporte de competición, viajes excesivos, tratamientos de estética destinados a enmascarar la realidad o carreras universitarias poco exigentes. 

Un jubilado activo más mayor que yo, de esos que tienen una especie de horror vacui al tiempo sin provecho y sin actividad, cuando me jubilé me insistió: ahora no te quedes en casa delante de la tele. Le dije, y se lo tomó en broma, que durante mi vida activa había hecho tantas cosas que ahora quizás me apeteciese eso de sentarme a mirar novelones y películas, en casa. Sin embargo admito que tengo una cierta actividad moderada, he hecho cursos de pintura, escribo en los blogs, camino un poco y no voy a nadar porque nunca me gustó el deporte y no voy a empezar ahora a hacer piscinas. Por lo que respecta a eso de viajar, que hoy parece obligatorio, todavía más para los eufemísticamente llamados mayores, cada vez es menos de mi gusto. 

Un prejubilado más joven que yo me contaba hace poco que a él y a su mujer también les ocurre, ese cansancio viajero, pero que de vez en cuando hacen salidas de cinco, seis días, intentan verlo todo y también lo filman todo para mirarlo después en casa. Filmar fotografiar de forma compulsiva es en nuestros tiempos una actividad habitual. Esa pretensión de verlo todo cada vez me parece más ingenua y vana, jamás se ve todo ni es posible hacerlo, no lo he visto todo ni en mi propio barrio y, además, todo cambia y los paisajes no son nunca iguales. El viaje, como los estudios, la lectura, incluso el deporte, eran actividades míticas durante mi juventud, de las cuales podia disfrutar un número reducido de ciudadanos, es posible que por ese motivo tengamos todo eso sacralizado.

Hace muchos años, en tiempos de protestas, cambios y consignas, un compañero de trabajo me dijo que la política lo aburría y me pareció una afirmación lamentable. Hoy la hago mía, me aburre tanta proclama, tanta bandera, tanta retórica sobre lo que podría o no podría ser el futuro. El tiempo y la experiencia te demuestran como esos predicadores, al menos un buen número, no hacen lo que dicen, en general. Casi siempre ha sido así. En una cena estival comentábamos como la corrupción tan criticada empieza desde abajo, gente que se proclama de izquierdas se cuela en las listas del seguro si tiene un pariente médico, hace trampas para que su niño entre en la escuela que no le corresponde, pìde facturas sin iva,  plagia tesis de alumnos, no tiene asegurada la señora de la limpieza, (casi siempre es una señora la que limpia y cuida los yayos, y generalmente, de los estratos más humildes de la población, claro).

Hay quién te pide compromiso en nombre del futuro de nuestros descendientes cuando ese futuro es imprevisible y frágil, como todos los futuros. Los entusiasmos republicanos de principios de los años treinta duraron poco pero también tenían en cuenta ese futuro que se solventó con tres años de una guerra horrible y cuarenta de postguerra. Después de la revolución francesa uno de sus protagonistas, horrorizado ante el baño de sangre que había representado todo aquello, dijo que se hubiese conseguido lo mismo con menos sangre y más paciencia. Sin embargo la revolución francesa es todavía un mito incuestionable, bastante mal contado. 

El voto universal cada vez tiene tendencia a contar con gente más joven y más manipulable, acceder al voto a los dieciséis años me parece, en nuestros tiempos, un intento de acoger masas de población susceptibles de entusiasmarse deprisa y de forma visceral, todos hemos tenido esa edad. Los dieciocho años ya me parece muy pronto, incluso. Sin embargo no me extrañaría que con el tiempo nos negasen el derecho de voto a los mayores de sesenta y cinco o setenta años, muchos de los cuales podemos ser excesivamente timoratos o conservadores, no nos engañemos. Llegar a ser una vieja algo aburrida tiene ciertas ventajas, es posible contemplar el mundo con una cierta perspectiva vital, siempre relativa, ya que por mucho que se viva, la existencia es breve y limitada. En todo caso, agradecería llegar al final del viaje sin haber sufrido demasiados sobresaltos a nivel individual o colectivo. 



domingo, 9 de agosto de 2015

MITOLOGÍA DEL VIAJE POPULAR



He leído estos días algunos artículos demoledores, sarcásticos e incluso indignados, sobre el turismo de masas. Es fácil ironizar sobre esos rebaños humanos con una persona que los guía al frente, la cual blande en alto una banderita, un paraguas o algún objeto visible que contribuye a evitar que alguien se pierda. Vivir en una ciudad turística, y Barcelona ha pasado a serlo a ritmo exponencial desde el tiempo de las Olimpiadas, nos proporciona una visión distante del tema, la del residente, la misma que ese protagonista de las novelas de Donna León nos ofrece sobre la Venecia típica.

Para las generaciones de mayores el viaje es todavía algo un poco mítico. En los sesenta la mayoría viajaba poco y cerca. Para colmo, nosotros no teníamos esos abuelos de pueblo que solucionaban los veranos. Un día, en la escuela, en los años setenta, un alumno de unos diez años en Sant Feliu de Llobregat me preguntó de dónde era yo y le dije que de Barcelona. ¿Y tú marido?, insistió. Le dije que de Molins de Rei. Se quedó algo pasmado y me comentó, preocupado, ¿pués, a dónde vas en vacaciones? Tener pueblo y familia acogedora en un pueblo era algo que siempre envidié a esos niños y niñas que en verano se iban a Andalucía, a Galicia, a Extremadura, a dónde fuese. Hoy algunos se van a Marruecos, a la China, a Bolívia, si pueden. Sigue habiendo, en parte y para un sector de la población, ese peregrinaje al pueblo a ver a la familia aunque a veces no es posible viajar cada año al lugar de origen.

El bienestar económico ofreció nuevas posibilidades a las familias. Empezamos a viajar más allá del pueblo familiar. La primera vez que cogí un avión fue en una lejana Semana Santa del sesenta y ocho, para ir a Menorca con unas amigas. En una oficina dónde trabajé durante ocho años se organizaba en invierno, cada año, una excursión a Andorra, país que entonces estaba muy lejos. Tenías que hacerte el pasaporte, pedir aquello del certificado de penales, pasar una frontera dónde amenazadores guardias civiles con tricornio controlaban lo que habías comprado en el extranjero. En Andorra se vendían productos franceses y podías ver algunos rótulos en catalán en determinadas tiendas. Del mismo modo se fue durante un tiempo a sitios como Perpinyà para ver cine verde, político o strip-tease. Se empezó a hacer turismo erótico-cultural-comprometido.

La gente más mayor que yo comenzó a moverse. Los que podían se compraban un cochecito para ir al pueblo pero con el cual también se podía ir más allá. Una compañera de colegio cuyo padre tenía un gogomóbil presumía de sus viajes a Castellón, a la Francia cercana, a Zaragoza. La gente con coche iba a la playa o a ver mundo y a veces invitaba a conocidos, amiguitos de los hijos, vecinos no motorizados. Gracias a esas invitaciones fui en varias ocasiones a la playa en un coche lleno de gente, llevándonos, eso sí, la comida y la bebida de casa. Lo mismo pasaba con las primeras teles, los vecinos afortunados presumían y generosamente te invitaban a pasar la tarde de domingo viendo El Virginiano o las marionetas de Herta Frankel.

Para la gente no motorizada empezó a surgir la posibilidad de ir a viajes organizados en autocar, aquellos viajes que inspiraron un título cinematográfico encantador y descriptivo: Si hoy es martes, esto es Bélgica. Mis padres no tuvieron nunca coche y recuerdo la ilusión con la cual iban a apuntarse a algún viaje a Murcia, a Sevilla, incluso a Italia. Llegaban al punto de encuentro, en la calle Vergara, con mucha antelación y normalmente habían sacado los billetes con tiempo para poder tener los asientos de delante de todo del vehículo. A veces los acompañábamos y los despedíamos hasta que el autocar se alejaba hacia lo desconocido.

De aquellos años heroicos en los cuales el viaje de consumo a precio sostenible empezó a estar al alcance de todos los españoles se pasó a viajar con ese espíritu de nuevo rico que tanto mal nos ha hecho. Durante unos años, cuando regresaba a mi trabajo en la escuela, en septiembre, el reencuentro con los compañeros parecía un concurso sobre quién había ido más lejos, de viaje. Las fotografías y las diapositivas que te mostraban con orgullo llegaron a ser un calvario para conocidos y parientes. 

Creo que las ansias de ir al mundo lejano han contribuido en parte al desencuentro actual entre catalanes y el resto de hispánicos, en aquel remoto entonces de los primeros seiscientos se consideraba que primero debía conocerse Catalunya, luego España y, más tarde, el extranjero, empezando por Francia o Portugal. Ahora todo es un lío, puedes haber ido a Praga y no haber visto el acueducto de Segovia.

No quiero generalizar pero creo que se viajó bastante de forma coleccionista. Ya hemos hecho Italia, te decían, cuando lo que habían hecho era un circuito de quince días contemplando los espacios turísticos recurrentes. El mundo es tan grande que no nos gusta repetir, me dijo una vez una dama viajera. En un artículo que leí hace años se comparaba ese coleccionismo viajero con el coleccionismo amoroso, ese que hace que determinados caballeros enamoradizos, como un escritor del cual leí una entrevista hace poco, manifiesten que hicieron el amor con cientos, con miles de mujeres. Hay tantas que... no hace falta repetir. Aquel artículo comparativo entre turismo de consumo y amor rápido recuerdo que levantó las iras de una conocida de entonces, de mi edad, viajera estival insistente.

Se supone que viajar, como leer, es un valor absoluto. Viajar es muy bonito, se aprende mucho, me decía hace poco una amiga. Pero así como de libros hay de malísimos e infumables en los viajes también existe una gran diversidad. La juventud del presente ya vive el viaje de una forma muy distinta porque el mundo se ha empequeñecido y existe la posibilidad de ir incluso a estudiar al extranjero, pasando en algún lugar un tiempo dilatado, conociendo a la gente, haciendo amigos. Tenemos personas de todo el mundo alrededor trabajando, sus países han perdido exotismo cuando nos hemos tropezado con sus habitantes en la vecindad. ¿Qué China nos interesa más, la del circuito turístico convencional o aquella dónde habitan los abuelos del compañero de escuela de nuestro nieto o los padres de la dependienta del Bazar del barrio?

La masificación abusiva del viaje ha coincidido con la facilidad para fotografiarlo todo, sobre todo para fotografiarse uno mismo con un paisaje detrás que certifique nuestro paso por algún lugar. Barcelona fue durante años una ciudad vacía en verano, a los turistas de sol y playa se les daba un garbeo por Montserrat, por la Rambla, poca cosa. No sé cómo pero se consiguió de forma bastante rápida ese éxito actual que ha contribuido a la destrucción de tantos espacios para reconvertirlo todo en un parque temático como pasa en un montón de ciudades y pueblos en los cuales una cosa es la vida cotidiana y la otra ese disfraz cotidiano para turistas, parecido a una feria de esas medievales o modernistas o romanas que también han proliferado en los últimos años.

El espectáculo de los turistas es para mi más excitante que la visión de la ciudad que ellos puedan tener. Me gusta, incluso, con alguna reserva, ese movimiento de grupos de estudiantes, de jubilados, de gente de tantas generaciones arriba y abajo, haciendo largas colas para subirse a los autobuses en los cuales se les cuentan cosas diversas y pintorescas. A nivel local también se han montado muchos itinerarios y rutas para ver de todo y para escuchar historias más o menos verdaderas, sobre curiosidades urbanas, hechos históricos, personajes famosos que pasaron un día por ahí, como en el caso de Chopin en Valldemosa, un clásico, o de Picasso en Horta de Sant Joan. Tragedias horribles como la Batalla del Ebro han despertado la curiosidad turística algo morbosa y han generado turismo y fomentado la gastronomía rural y el vino comarcal. Lo que no es cierto se inventa, como en el caso de la mal llamada Vampira del Raval. A veces, en alguna visita, te sale gente disfrazada, lo llaman teatralizaciones y la actividad da trabajo a actores en paro.

Los museos, esos zoológicos de lo que llamamos arte se llenan cada día más y, como en la tele, las audiencias son lo importante. Antes ibas al museo a ver cuadros que conocías a través de malas reproducciones en aquellas enciclopedias escolares en blanco y negro, hoy muchas de esas cosas se pueden contemplar bien en diferido, a través de internet, pero no es lo mismo o parece que no es lo mismo. Quién puede ya no viaja en la temporada alta, aunque con tanto jubilado y estudiante viajero todas las temporadas parecen ya bastante altas. Lo peor es que alguien va quince días a los Estados Unidos y vuelve siendo un experto en americanismo y en cómo es la gente de por allí. Hay personas que quieren ver lo que ve todo el mundo y gente que quiere ver cosas poco vistas. Los viajes, en general, hay que contarlos, como los ligues, porque en el fondo todos tenemos cierto grado de exhibicionismo. 

Un personaje de Ana de las tejas verdes, una profesora solterona que al final se vuelve amable e incluso consigue un pretendiente, le dice a la protagonista, mostrándole un álbum con láminas, ya sé que eso existe pero quiero verlo. Al final parece que no lo verá pero que encontrará esa felicidad amable y cotidiana accesible a las almas tranquilas y en paz. De todos los viajes posibles los viajes interiores son los más recomendables. La crisis económica ha reducido las aspiraciones viajeras de una parte de la población, cosa que hay quién vive con cierta amargura. Incluso los viajes escolares parecen imprescindibles y también se ha pasado en estos casos de ir a Mallorca a trasladarse, si se puede, a Londres, a París. 

Cada cual tiene sus gustos y se gasta el dinero en lo que quiere y puede, claro. Yo, ahora, me he vuelto poco viajera pero, quién sabe. Conozco gente mayor que yo que viaja de forma algo compulsiva, con el temor de qué ese viaje sea el último, en un sentido turístico, claro, y no machadiano. El último viaje siempre llega, metafóricamente hablando. A menudo somos como unas monas de un cuento de Rodari que creen que han viajado mucho y lo que han hecho es ir dando vueltas en un tiovivo. Al fin y al cabo nuestro planeta es un gran tiovivo, incluso puede que todo el universo no sea más que unos inmensos caballitos de feria.