sábado, 15 de junio de 2013

EL 15 DE JUNIO DE 1977, TREINTA Y SEIS AÑOS DESPUÉS


Hoy hace años, treinta y seis, de las elecciones de 1977. Entre la ilusión y el desencanto bien o mal informado hay un largo camino. Era una época de ilusiones incondicionales. No sabía entonces que el 15 de junio se celebra San Bernardo de Menthon y que al cabo de tres años  tendría yo a mi hijo pequeño, que lleva el nombre de Bernat, sin que ello tenga que ver con las elecciones primerizas sinó más bien con aficiones excursionistas personales y familiares. Mi hija mayor tenía dos añitos. Una de las aspiraciones maternales respecto a los hijos varones era que desapareciese el servicio militar obligatorio, al menos esa aspiración se concretó en una realidad, algo es algo.

No eran tiempos demasiado boyantes, había crisis econòmica y mucho miedo. Pasó lo que pasó, pudo haber pasado de otra manera, hoy los jóvenes nos comentan que no se hizo  bien, nosotros también achacábamos a nuestros padres errores más graves cometidos durante la guerra y antes de la guerra y la falta de coraje aguantando una dictadura que se reconvirtió de forma pintoresca en época de vacas gruesas o, al menos, algo más gruesas que las anteriores, en algo rarito y bien acogido durante los sesenta, no nos engañemos, por grandes mayorías, ya que las penas con pan son menos, bastante menos. 

Un mal repetido y recurrente parece que es la mala vocación para la unidad en tiempos difíciles que tienen las izquierdas, hoy convertidas en no se sabe qué. Sin embargo la gente normalita y humilde, poco beligerante, es culpable de pocas cosas o, en todo caso, más víctima que culpable aunque las víctimas no siempre son inocentes ni virtuosas. Como decía una compañera de trabajo cuando hablábamos de los defectos de la educación: los maestros tendremos culpa pero somos el eslabón inferior de todas las culpas. Claro que esos eslabones inferiores suelen recibir muchos palos, como aquel borrico condenado a muerte por oler una flor.

Emociona y preocupa ver las hemerotecas, aquellas fotografías, tanta gente envejecida, desaparecida por ley natural, marginada del poder político, ignorada, ausente. Hojas somos en el viento, cantaba Machín, y los vientos del pueblo nos llevan, como escribió una víctima, Miguel Hernández.  Triunfó aquella Unión del Centro, con el carismático señor Suárez, hoy una sombra sin memoria, por desgracia, con todo lo que nos podría contar todavía, que acabó hecha trizas por miopía o quizás porque recogió en su seno una variedad humana muy rarita y oportunista. En las periferias, sin embargo, triunfaron los socialistas, la izquierda.

El PSC catalán ya empezó mal, con su alianza peninsular con el PSOE, que realizó sobre él una adbucción deplorable, aún vigente. Sé de personas afines al socialismo catalán que lo abandonaron en seguida, cuando se dieron cuenta de qué se convertían deprisa en los tontos útiles de los que de verdad mangoneaban la otra parte de aquel bipartidismo en alza ya desde el primer momento de todo el montaje. Las elecciones se hicieron en día laborable, para que no cayésemos en la tentación de largarnos a la playa sin cumplir. Fue aquel un día eufórico, de media fiesta, con las calles llenas de gente y de carteles, los partidos más vocacionales tenían voluntarios para pegarlos incluso.

Todo ha cambiado, y mucho. Nos faltaba coherencia, sensatez, lucidez, lo que sea, pero nos sobraba esperanza, entusiasmo y optimismo. Claro que yo era joven y de joven todo se ve de otro color, todavía más si se ha esperado tanto que sucediera alguna cosa distinta y todo tarda demasiado. Franco murió en la cama y de viejo, la monarquía, cosa impensable hacía unos años, fue acogida con alegría servil y la verdad es que muchas cosas cambiaron de verdad aunque no lo parezca, hay que ser optimista y positivo. Vinieron, eso sí, las rebajas. Los ochenta fueron más duros y la izquierda en el poder se corrompió en gran parte. La vida es así y los poderes fácticos y reales siguen tan lejanos de todo el resto como siempre.

miércoles, 5 de junio de 2013

EL DIA QUE MURIÓ MARIONA REBULL







Ignacio Agustí, el árbol y la ceniza es una magnífica biografía de este escritor complejo, vapuleado por la historia, autodestructivo y quizás acomplejado a causa de su pequeñez física, ninguneado después de su muerte en muchos aspectos o etiquetado de forma parcial e interesada como escritor franquista. Sergi Doria ha escrito un libro excelente, que transita por la vida del personaje pero también por aquella Cataluña de la postguerra, tan poco conocida todavía,  por sus miserias y sus intentos de resurgir de las cenizas de la guerra civil y de los odios y desencuentros que esa guerra y, no lo olvidemos, también los años anteriores a la guerra generaron.
Se han cumplido cien años del nacimiento de Agustí, un centenario celebrado de forma modesta y en penumbra: algunas reediciones, un par de sesiones en la filmoteca, unos cuantos artículos en la prensa. Poca cosa. El personaje todavía resulta algo incómodo a todo el mundo. Sin embargo este libro vale por todos los olvidos. Agustí fue contemporáneo de Espriu, poeta del cual se ha publicado así mismo una reciente biografía, correcta, documentada y seria pero, según mi opinión, sin la pasión por el personaje que se vive a través de estas páginas. La biografía es un género difícil, Agustí Pons, autor de la de Espriu, tiene una biografía de Maria Aurèlia Capmany escrita con esa chispa inexplicable de amor hacia el biografiado que no encontré en la de Espriu y que he encontrado desde las primeras páginas en la de Agustí.
No resulta inoportuno o banal comparar la trayectoria vital de ambos escritores. Fueron amigos, se respetaron, se admiraron y se continuaron relacionando a lo largo de sus vidas, las cuales, como es sabido, tomaron rumbos distintos. La guerra civil rompió muchas cosas, muchas posibilidades, muchos proyectos. Cómo se comenta en el libro, todos aquellos muchachos ambiciosos, brillantes, eran demasiado jóvenes al estallar la guerra y demasiado viejos en 1939. Eso, si lograron sobrevivir. Reducir todo aquello, como se viene haciendo en mucha narrativa actual, a un cuento de buenos y malos es absurdo, la vida es complicada y nada es blanco o negro del todo. Sin embargo entrar a fondo en las contradicciones de la gente que con pocos años tuvo que optar por uno u otro bando y nadar en el mar difícil y peligroso de la larga postguerra produce cierto vértigo a los amantes de la simplicidad. Sergio Doria lo ha intentado a fondo y creo que lo ha conseguido. Agustí fue soldado de los nacionales, su clase social y sus circunstancias lo empujaron a tomar esa opción aunque, como tantos otros, pensó que la guerra sería un paréntesis rápido y necesario que acabaría por poner las cosas en su sitio,  que la monarquía volvería a gobernar y que a través de ella se restablecería una cierta democracia.
Como sabemos, las cosas no fueron así. También Agustí, con Ridruejo y otros jóvenes ingenuos, creyeron que la cultura catalana no quedaría relegada de forma brutal al bando de los otros.  Sabían, como así fue, que personas de ideas conservadoras que habían dado su apoyo al franquismo por miedo, religiosidad o convencimiento político, no estarían nada cómodas ante unos políticos abusivos dispuestos a imponer a la fuerza una españolización brutal. El fantasma del separatismo visto desde el centralismo, que rebrota a derecha e izquierda a menudo y en circunstancias bien distintas, como podemos comprobar en el presente, acabó con las aspiraciones de respeto hacia una cultura resistente e imprescindible de la misma manera que en la actualidad la postura intransigente del poder central contribuye a aumentar el independentismo.
Agustí empezó a escribir en catalán, poesía sobre todo, antes de la guerra. Después intentó salvar lo que pudo y cómo pudo cuando se dio cuenta de qué no era posible que los ganadores en el poder, que tampoco estaban dispuestos a volver a instaurar una monarquía, tuviesen ninguna intención de aceptar el catalán, más bien todo lo contrario, querían eliminarlo del mapa peninsular como fuese.  Emprendió con otros periodistas la aventura de Destino, revista que pasó de órgano falangista a islote cultural barcelonés y que concentró en sus páginas la flor y nata de la intelectualidad del momento. La larga historia de Destino muestra las miserias y grandezas de aquella publicación, ligadas a la situación de aquellos años. La revista sufrió ataques serios de los falangistas, con destrozos incluidos, a causa de sutiles indirectas sobre los males de aquella represión brutal y larguísima e incluso el mismo Agustí tuvo que desaparecer en alguna ocasión, por miedo a aquellos matones amigos del aceite de ricino y de la violencia. También sufrió luchas por el poder en su interior, en una de las cuales Agustí resultó ser el perdedor.
Ignacio Agustí pasó por muchos problemas de alcoholismo y mentales, por los cuales la biografía de Doria transita con gran delicadeza, así como por su vida personal. Murió de forma prematura antes de ver como cambiaba todo –o casi todo- y volvía la monarquía, tal y como había deseado, intentado e incluso profetizado, sin ser creído, claro. Su papel en Destino, en Tele/exprés y en iniciativas cómo el Premio Nadal se minimizó, otros se pusieron las medallas. Tuvo un gran error que pagó muy caro, la crítica contundente a la manifestación de sacerdotes a causa de las torturas infringidas a un estudiante, Joaquim Boix i Lluch, en 1966, calificando a los sacerdotes de bonzos incordiantes.
Agustí, sin embargo, tuvo virtudes, muchas, hoy olvidadas o despreciadas.  A pesar de tantos olvidos hay algo por lo que Agustí ha sido conocido y valorado casi siempre, esa historia de los Rius, cinco novelas intensas y magníficas que narran la evolución de la sociedad barcelonesa durante muchos años, desde la Exposición de 1888 hasta la guerra civil a través de la vida cotidiana, social y política de una familia de la burguesía. De forma también algo injusta la mayoría de gente conoce tan sólo las dos o tres primeras novelas de la serie. 19 de julio Guerra Civil inciden en una época espinosa y difícil, vivida en directo por su autor pero son también excelentes, aunque muy distintas de las otras.Mariona Rebull, El viudo Rius Desiderio se han editado y reeditado en muchas ocasiones. Y yo diría que revalorizado cuando gente de generaciones jóvenes las ha podido leer sin complejos.
En los años cuarenta se filmó una película bastante digna sobre esos libros. La Filmoteca la ha repuesto en una única sesión. A principios de los sesenta se filmó una serie en blanco y negro, con Jesús Puente como Joaquín Rius y María José Alfonso como Mariona Rebull, interesante y modesta, como la televisión de la época. Y más adelante llegó la famosaSaga de los Rius, en 1976que Agustí ya no pudo ver, porque había fallecido en 1974. La serie tuvo distinta aceptación entre la crítica, se criticó su lentitud, incluso  se acuñó una especie de frase hecha, en la época: eres más lento que la Saga de los Rius. Pero tuvo un gran éxito popular y dejo huella. Contó con un presupuesto generoso, con buenos actores, con buena música, con aquellas magníficas acuarelas que ilustraban los títulos de crédito. Y se ha repuesto en muchas ocasiones, en castellano pero también en catalán.  Fernando Guillén fue durante años el viudo Rius y él mismo ironizaba sobre las muchas reposiciones de la serie y sobre el hecho de qué todavía, a pesar de haber sido tantos personajes, lo recordasen a menudo por su papel protagonista en aquella producción.
Sergi Doria cuenta como su propia madre le ha comentado en alguna ocasión que Mariona Rebull murió en un palco del Liceo, a causa de la famosa bomba, como si de un personaje real se tratase. Una persona conocida que trabaja en el teatro me contó también que en las visitas culturales más de una persona pregunta en qué palco falleció Mariona Rebull, al lado del seductor Villar. La bomba del Liceo ha quedado definitivamente relacionada con esos personajes de ficción, tan vivos todavía. No suele pasar eso con demasiados personajes de novela, que se acaben trasformando en auténticos en la memoria popular. El ciclo novelístico La ceniza fue árbol, como lo tituló su autor, tiene muchos elementos que lo hacen sobrevivir al tiempo, a las modas literarias y a las críticas negativas, que también las ha habido.
Sin embargo Ignacio Agustí fue mucho más que el creador de los Rius y de su entorno. Fue un hombre enigmático y atormentado, difícil a veces, entrañable en otras, condicionado seguramente por su pequeñez física, que ya en su juventud le valió bromas crueles en la prensa del momento, porque aunque no nos guste reconocerlo la apariencia es un aspecto muy importante en nuestras vidas y un elemento recurrente cuando se quiere criticar a alguien sin matices ni sutilidades. Tuvo problemas y desencuentros con antiguos amigos y colaboradores, se sintió traicionado a menudo. Quizás no supo gestionar sus éxitos y no tuvo la aptitud camaleónica de muchos otros franquistas reconvertidos a tiempo en demócratas oportunistas.  Murió demasiado pronto.
Por las páginas de esta biografía desfilan muchos personajes de la época, algunos ya olvidados.  Por eso, además de la biografía de Ignacio Agustí, fascinante como cualquier buena novela, porque nos muestra un ser humano real con sus debilidades, aspiraciones, fracasos, éxitos y errores, este libro es también todo un manual imprescindible de historia contemporánea. De esa historia que no nos gusta del todo porque no es cómo pensamos que debería ser pero que nos ayuda a comprender el presente mucho más que otras lecturas más convencionales sobre el pasado. Un gran libro, una gran biografía y mucho más que eso.

Júlia Costa

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Ignacio Agustí, el árbol y la ceniza / Sergi Doria / Ediciones Destino / 1ª edición, 2013 / 342 páginas / ISBN 9788423346523


Artículo publicado en el blog literario 'Llegir en cas d'incendi'.