sábado, 24 de septiembre de 2011

Evocaciones otoñales



Hace ya tres años que me jubilé de mi trabajo de maestra. En la escuela donde estuve más años y a la cual llegamos con gran entusiasmo a finales de los setenta un grupo importante de gente joven o relativamente joven acostumbrábamos a elaborar pequeñas antologías estacionales, para que los alumnos leyeran o dibujaran sobre aquellos textos.

Recuerdo muchos de ellos, poemas sencillos, breves prosas. Antonio Machado era entonces un valor seguro y en alza, cantado, recitado, recordado. Un alma cándida, sin duda, maltratada por la vida y las circunstancias. Hace poco tiempo estuve en la cota 705, donde se recuerda la trágica carnicería de la Batalla del Ebro, cuyos escenarios se están convirtiendo actualmente en una especie de parque temático con cuentos de buenos y malos políticamente correctos. Se puede leer allí un poema que Machado dedicó a Líster, un poema de circunstancias al servicio de la política el cual, hoy, conociendo la controvertida personalidad del militar, me hace pensar que Machado retiraría de la circulación. Sin embargo todo debe situarse en su contexto, claro.

Este amanecer de otoño poético me evoca nieblas otoñales, olor de humo rural, soledades y paisajes cercanos, paz duradera. Me pregunto si actualmente en muchas escuelas no pondrían algunos dogmáticos irredentos objeciones a su inclusión en ese tipo de antología. Por ser en castellano, por mencionar un cazador, oficio hoy de poca consideración buenista... Suerte que Machado era de izquierdas, al menos. Las lenguas y la ecología se han convertido en armas arrojadizas etiquetadas políticamente, lástima. Recuerdo los dibujos infantiles de los cazadores, con sus escopetas y sus conejos muertos en la mano, entrañables e inocentes. En aquella época había muchos alumnos por clase, eran frecuentes las aulas con más de cuarenta, sin ayudas, soportes, especialistas ni nada parecido. Sin embargo, creo que aprendían bastante, tanto o más que ahora.

Nos esforzamos en complicar las cosas sencillas, en enfadarnos por temas absurdos que se transforman en problemáticos cuando se va tirando gasolina al fuego. La larga carretera entre grises peñascales no tardaría en ser un campo de batalla, con soldados transitando por ella, con asesinados en sus cunetas. Afortunadamente, la cota 705, con sus hermosas vistas y su cielo azul, es hoy un lugar de paz y de recuerdos, de turismo, aunque me da escalofríos pensar en aquellos soldados jóvenes, casi niños, muriendo por nada y sin nada, tan lejos de sus paisajes familiares. 

La escuela de esos murales también murió, de alguna manera. A principios de los noventa hubo un bajón en la natalidad que obligó a suprimirla, convirtièndola en escuela de idiomas. 




AMANECER DE OTOÑO


Una larga carretera 
entre grises peñascales, 
y alguna humilde pradera 
donde pacen negros toros. 
Zarzas, malezas,jarales. 


Está la tierra mojada 
por las gotas del rocío, 
y la alameda dorada, 
hacia la curva del río. 
Tras los montes de violeta 
quebrado el primer albor: 
a la espalda la escopeta, 
entre sus galgos agudos,
caminando, un cazador.




















En aquella época el català no era lengua escolar, ni vehicular ni no vehicular, sólo se daban algunas clases puntuales gracias a la colaboración de entidades como Òmnium Cultural y al coraje voluntarista de algunos maestros però, evidentemente, nuestras antologías incluían bastante literatura catalana otoñal. Recuerdo en concreto el poema de Josep Maria de Sagarra Girona a la tardor:

Sota del pont camina l'aigua trista
és l'aigua de la pluja de Tots Sants;
el cel és malva i rosa i ametista,
hi ha un or de fulles pels camins forans.

La Seu dreça la pàl·lida harmonia
de pedra grisa vers el cel llunyà,
i l'àngel guaita la caputxa pia
de Sant Feliu una miqueta enllà.

Sota les Voltes, la ciutat encesa,
és estrident de riures i fanals,
i cenyida de fosca, la Devesa
dreça milers de branques immortals.

Fa una boira que sembla un vel de fada,
sonen el clarinet i el tamborí...
I el cor, com una nit molt estrellada
espera l'hora d'estimar i llanguir.




La primera estrofa generaba en la escuela magníficos murales con hojas doradas en el suelo y cielos malva y amatista, cielos otoñales, extraños milagros de la meteorología. Girona es una ciudad evocadora y hermosa, con una poesía especial, la de las ciudades sin mar, con río y con muchos siglos de historia. El día 27 hará cincuenta años de la muerte de Sagarra, una personalidad muy distinta de la de Machado, evidentemente, un espíritu independiente y un escritor muy maltratado durante años por los supuestamente entendidos, cosa que responde, creo, a la envidia por su inmenso éxito popular en poesía y teatro. Fue un hombre que escribió de todo y bien, en catalán y también en castellano, que triunfó en todas partes con una obra tan exageradamente dramática como es La herida luminosa, un argumento que nos puede parecer hoy ridículo però escrita de forma excelente y con un clima teatral en aumento, muy bien conseguido. De esta obra hizo incluso una versión en cine, el 1997, Garci, cambiando el hijo sacerdote por una hija monja. Sin embargo me quedó con la de 1956, con el gran José Maria Rodero ofreciendo su vida a Dios por la reconciliación de sus padres, que eran Amparo Rivelles y Arturo de Córdova, un entrañable monumento a los valores morales de la época y que también, como todo, hay que valorar en su contexto. 

Todo pasó como una luz que yo apagué, como dice la canción evocadora de un otoño de mil ochocientos en Platerías, en Madrid, una ciudad que también tiene en otoño su luz más espléndida. Así es la vida, breve, y pelearse por tonterías, incluso por cosas más o menos serias, consideradas en su contexto, no tiene ningún sentido. Vale más disfrutar sin convencionalismos ni prejuicios de la belleza gratuita de tantos paisajes cercanos. Todas las lenguas, idiomas o como se les quiera llamar sirven para amar y para escribir o recitar poemas. Y en lo que se refiere a los dialectos del latín, entenderse es cuestión de voluntad y de hablar despacio y con paciencia.

viernes, 2 de septiembre de 2011

Jorge Ibargüengoitia y la escuela omnisciente




Confieso que hasta hace muy poco no había leído a Jorge Ibargüengoitia. Este gran escritor fue una de las víctimas de aquel desgraciado accidente de aviación de 1983, en el cual murieron tantos artistas e intelectuales, ya que se dirigía a un encuentro cultural hispanoamericano. Entre los fallecidos se encontraba la pianista catalana Rosa Sabater.

Ibargüengoitia fue considerado por algunos sectores como una especie de secundario de lujo, en el panorama espléndido de la literatura hispanoamericana que floreció en los años sesenta y setenta. También le ha pesado una etiqueta, la de humorista, parcial e injusta.

En 2008 se reeditaron sus libros, con motivo del 80 aniversario de su nacimiento. Cuando murió llevaba con él una nueva novela casi terminada, ambientada en el tiempo del emperador Maximiliano, que se perdió en el accidente. 

Llegué a este autor de forma casual, buscando temas sobre educación y escuelas, ya que septiembre trae consigo el retorno a las aula por part de la población en edad escolar. En el blog Fulano Vida  tropecé con este texto inmenso, de 1969, premonitoria para nosotros, pues muchas de las cosas que se comentan, referidas a la sociedad americana, son hoy plenamente vigentes en nuestro contexto.

Una buena amiga me aconseja, en mi blog en catalán, leer toda la obra de este autor pero dejar para el final Las muertas, por ser ésta su obra maestra en el campo de la narrativa. Ibargüengoitia también escribió muchas obras de teatro. Seguiré su sabio consejo pues es cierto que iniciar la lectura de un autor por su obra más lograda puede generar después cierta decepción, al no cumplirse las expectativas previstas.

Ahora que hace ya tres años que estoy jubilada y no trabajo de forma convencional ya que, curiosamente, me pagan por lo que no hago y no me pagan por lo que hago, la referencia a la escolarización de la sociedad con todo tipo de cursos y cursillos me ha resultado muy divertida. La oferta dirigida a la tercera edad va en esta línea absurda, un montón de talleres y cursos con nombres rimbombantes que no servirán para nada concreto, a menudo de poca profundidad, que dejan a la gente contenta, satisfecha y ocupada. Al menos, intentaré ser positiva, ayudan a hacernos olvidar la realidad del gran tema: que la vida pasa y la verdad asoma. Y también ayudan a reducir el paro, cuando no son voluntarios por parte de quiénes los imparten, claro.



¿Más escuelas? Confabulación diabólica


Cada año, todos los países de la América Latina gastan en educación entre una y dos quintas partes de su presupuesto oficial. Además de eso, sus respectivos Gobiernos están muy satisfechos y se lo andan contando a todo mundo, como ejemplo patente de su desinterés en la carrera armamentista.


Asistir a una escuela no es una obligación, es un derecho. Cada año, la gente hace colas larguísimas y se da de golpes con tal de inscribir a sus hijos en una escuela. Cada año se construyen nuevas escuelas, y cada año, también, hay más niños que se quedan sin escuela. La gente que nunca ha ido a una escuela, vive convencida de que esa es la única razón de su fracaso. La que ha ido a la escuela, en cambio, cree que fracasó porque no aprovechó la enseñanza. El caso es que la escuela es un elemento fundamental en las frustraciones de toda la gente.

Esto, en lo que se refiere a educación elemental; en lo que se refiere a la superior, la cosa es todavía más extraña: cada año se inventan nuevas carreras, o apéndices a las ya implantadas, en forma de maestrías, doctorados, especialidades, etcétera.

En este campo, como en casi todas las aberraciones, a la cabeza van los Estados Unidos. En ese país ya se descubrió que todo se puede enseñar y que todo se puede aprender…¡en una escuela! Se imparten clases de “vida creativa”. Se dan cursos de “relaciones personales”, de “apreciación de obras de arte”, de “euritmia”, que es el arte de moverse armónicamente, etc. El resultado de todo esto es que la edad escolar va desde los cuatro hasta los setenta y cinco años, y, si se descuida uno, pasa uno de la escuela a la tumba.

Para mí, todo esto es inexplicable. ¿Por qué quiere la gente ir a la escuela? ¿Por qué cree que va a aprender algo en esos antros? Mi experiencia personal me indica que las cosas son muy diferentes. Por ejemplo, me pasé dieciocho años sentado en una papelera, y sin embargo, el noventa por ciento de los conocimientos que aplico constantemente los he adquirido fuera de la escuela. Me ha servido mucho haber aprendido a leer y escribir, pero eso me lo enseñaron en los primeros seis meses que pasé en la escuela.

Sumar, restar, multiplicar y dividir son operaciones que hago con mucha cautela y gran dificultad. Cualquier dependiente de miscelánea me gana. En cambio, no sé distinguir una planta dicotiledónea, y si lo supiera, no me serviría de nada. Recuerdo que a Tenochtitlán se entraba por cuatro calzadas, pero no cuáles eran, ni sabría decir dónde estaban. ¿De qué me sirve saber cuál es el tarso, cuál el metatarso y cuáles los dedos?

En la Escuela de Ingeniería me pasé un año entero estudiando afanosamente geometría descriptiva, que es una materia a la que todavía no se ha encontrado aplicación práctica.

Pero no se me malinterprete, no quiero decir que los conocimientos no sirvan de nada, lo que quiero decir es que la escuela es el lugar más inapropiado para adquirirlos.

Creo que las condiciones fundamentales del aprendizaje son la voluntad de aprender del sujeto y la posibilidad real de aplicar el conocimiento. No puede uno sentarse todos los días seis horas en una silla incómoda, sólo porque en la casa se arma un borlote si reprueba uno año, para al cabo de doce o quince empezar a aprender lo que realmente hace falta. Es un derroche, de tiempo y de dinero, que nadie tiene por qué permitirse.


Pero creo que lo que pasa es que el sistema escolar es una confabulación diabólica, de la que los alumnos son las principales víctimas, y los contribuyentes las segundas. Los padres de familia tienen necesidad urgente de deshacerse de sus hijos un determinado número de horas cada día, mientras éstos tienen edades que varían entre los cuatro y los quince años. Los maestros, por su parte, que tienen que ganarse la vida, se ven obligados a hacer algo en esa enorme cantidad de horas. Se hacen cosas tremendas. Se explica, por ejemplo, el Quijote. De tal manera, que después de la explicación pocos son los valientes que se atreven a leerlo. Se da un curso de Historia Universal, en el que se conceden quince minutos y un párrafo, a la Guerra de los Treinta Años. Yo pasé por un curso de literatura española en la que no abrimos más libros que el texto, que eran los datos biográficos y bibliográficos de ciento cincuenta autores. La ficha que aprendíamos un día se nos olvidaba al siguiente.

Un tema tan apasionante como es la historia de México en el período que va entre la consumación de la Independencia y el principio del pofiriato, fue convertido en un soponcio que duró un año, por un maestro, cuyo nombre no voy a mencionar, pero que es figura política, que llegaba con un cuarto de hora de retraso, se sentaba, bostezaba y empezaba a hablar con el sonsonete que le era característico, y nos reclamaba:

—¡Claro, comen como boas y como náufragos y luego se están durmiendo!
No sólo hizo pedazos la materia, sino parte de mi vida. Pero a los doce años de estudio, no se puede soltar el arpa. Hay que terminar la carrera. Por eso está el mundo rebosante de profesionistas inútiles. Son lo que creyeron que con ir a la escuela bastaba.

Jorge Ibargüengoitia(9-XII-69)