Admirose un portugués
al ver que en su tierna infancia
todos los niños de Francia
supieran hablar francés.
"Arte diabólico es"
dijo torciendo el mostacho,
"que para hablar el gabacho un hidalgo en Portugal
llega a viejo, lo habla mal
y acá lo parla un muchacho".
Después de todo eso de los polacos (ver La Panxa del Bou) y del caudal de teorías y opiniones sobre el tema, me ha venido a la cabeza este conocido poema de Moratín, vecino, según parece, de la barcelonesa calle de Petritxol (en un pis, no sabem quin/ hi va viure Moratín). Gabacho ha sido durante mucho tiempo un término peyorativo para bautizar a los franchutes, con los cuales nos hemos movido, por lo que respecta a Catalunya, en una relación constante de amor y odio, según soplaran los vientos. Dicen que el mote tiene el origen en un río francés, Gave, y que hacía referencia a los hombres groseros y que hablaban de forma extraña. Hay también sobre la palabra teorías diferentes y usos diversos, incluso tenemos unos melocotones muy buenos de variedad gabacha. En épocas lejanos hubo en Catalunya una importante inmigración occitana, por cierto. El gran Moratín también fue, como tantas otras personas avanzadas de su época, un agabachado que acabó en el exilio.
La cosa viene a cuento porque hace unos días asistí a una charla en mi barrio, la primera de un breve ciclo sobre el castillo de Montjuïc y la Guerra del Francés. En la charla se habló bastante del castillo, de su pasado, presente e imprevisible futuro, polémico, como se sabe. Y poco de la Guerra del Francés. Me temo que, a pesar de los muchos actos programados sobre ese segundo centenario, nos vamos a quedar un poco como antes, o sea, a oscuras o en penumbra, y atados a toda una iconografía heroica y antigua con la cual mecimos nuestros sueños patrióticos escolares.
El bicentenario de la Guerra de la Independencia o del Francès, como decimos por aquí, quizá para no confundir las cosas, en este presente algo peliagudo en el cual los temas patrióticos se han complicado y diversificado, ha generado actos diversos, en Catalunya y en España en general, pero me temo que la cultura histórica colectiva no mejorará. Se han programado muchos actos locales, en poblaciones diversas, y, por lo tanto, destinados al público local y sobre la situación precisa de aquel lugar durante la guerra. También, no faltaría mas, teatralizaciones de esas que ‘me gustan tanto’. Días atrás veía por la tele las de Madrid, con eso del Dos de Mayo. En todas partes cuecen habas y en algunas, calderadas.
La historia, como tants cosas, se ha frivolizado, sirve para hacer turismo y dinero. Desde una pintura prehistórica o un excremento de dinosaurio petrificado a un campo de concentración, todo vale para el tema. De todos modos, según la época, hay cosas que venden más que otras, claro. Cuando yo iba a la escuela, la Guerra de la Independencia era, todavía, una guerra heroica y justa, en el imaginario colectivo, una guerra para echar al extranjero y en la cual el pueblo unido no fue vencido. Yo pensaba que era injusto que el sitio de Zaragoza fuese más famoso que los de Girona, ay, pobre de mí. La música del Sitio de Zaragoza era y es todavía un clásico de las varietés, tocada con acordeón. Recuerdo a una actriz muy guapa, que trabajaba el El Molino y que siempre la interpretaba, murió joven; siento no recordar su nombre, vivía en mi barrio. Todavía, durante mi infancia, en muchos chocolates, como por ejemplo los Tupinamba, salían cromos con estampas históricas, un género que sobresalió durant el XIX y que conformó nuestra idea de los hechos del pasado. Muchos pintores catalanes de la época pintaron estampas religiosas y històricas, hoy injustamente olvidadas o casi. Una tía mía, en una sala y alcoba que me hacía estremecer, de la calle de Santa Margarita, tenia un cuadro con Ramiro el Monje y su campana de cabezas cortadas a un lado, y, al otro, aquello de 'no serviré a señor que se me pueda morir', de cuando Francisco de Borja vio lo que los gusanos habían hecho con su admirada reina. Y, en el centro, un espejo inmenso que creo que escondía a un montón de espíritus familiares detrás suyo.
El cine de la época imitaba aquellas pinturas, su escenografía, conveniente a la época imperial que nos tocaba padecer. Y también los libros de texto, las entrañables enciclopedias, reproducían de forma poco afortunada, en blanco y negro, descubrimientos de América idealizados y sitios de Zaragoza con doña Agustina en pie de guerra, cromo éste, el de la señora y el cañón, que incluso pintores como Goya recrearon, malas lenguas dicen que por necesidad de sobrevivir en aquel turbio contexto del retorno del Deseado. Aurora Bautista fue Juana la Loca y Agustina de Aragón, para llegar a ser la imaginaria, pero mucho más realista, tía Tula. Era el emblema de la época, al lado de Fernando Rey, que fue Felipe el Hermoso y, si no recuerdo mal, Palafox, en su juventud.
Una lectura crítica sobre el tema, que incida en las miserias de la guerra de forma seria, de esta guerra o de las otras, civil incluída, todavía está por hacer, al menos a nivel nacional y/o nacionalista. Demasiada complejidad para nuestras necesidades de mitología. El otro día escuchaba por radio al autor de un libro actual sobre aquella guerra, reivindicaba que en todo caso ‘los buenos’ eran los franceses y también hablaba de la figura de José Bonaparte, injustamente tratado por la historiografia popular, que lo tildaba de borracho. Yo tampoco diría tanto, la verdad, porque también es simplificar la cuestión. Sobre el rey, unas coplas que parecen la letra de un rap del verano, sobre el tema, hacen referencia a su incapacidad sexual a causa de la bebida:
Cuando la reina se pone
Bon bon
La mantilla de franela
Bon bon
La dice José Pepino
Bon bon
Ese cuerpo pide guerra
Bon bon.
Pero, claro, como el rey llevaba más vino en la cabeza que en los pies no podía hacer nada con la reina, cosas del alcohol, de los caldos españoles, vaya. José Bonaparte y Amadeo de Saboya fueron dos reyes frustrados y odiados, cuando, en realidad, eran dos personas inteligentes y serias, dispuestas a modernizar el país. No fueron populares ni aceptados por este conjunto humano que llamamos pomposamente ‘el pueblo’. El siglo XIX empezó mal y acabó peor, por no hablar del XX. La diferenciación entre guerras contra el invasor extranjero y guerras civiles suele ser oportunista, espinosa, ya que al fin y al cabo todas la guerras producen conflictos civiles entre partidadios de los unos o de los otros, y llamar traidor a alguien es fácil, pero profundizar en los motivos de su traición, mucho más complicado.
En Catalunya nos ha quedado el recuerdo de la inmortal Gerona, donde Álvarez de Castro hizo resistir a la gente de grado o por fuerza, hasta límites terribles, frustado, dicen, por la facilidad con que los franceses habían logrado entrar en Barcelona, gracias a las presiones militares que en aquel momento aconsejaban facilitarles la cosa. También contamos con la imagen emblemática del Timbaler del Bruc, haciendo correr a los franceses a causa, según cuenta la leyenda, del eco de su redoble, gracias a la orografía.
La primera vegada
que al Bruc vàreu anar
molt contents i alegres
hi vàreu arribar.
Amb els canons de fusta
els llevàrem la pell.
Es varen posar a córrer
fins a Molins de Rei.
Las gaditanas se hacían tirabuzones con las bombas y Napoleón tuvo que hacer mutis por el foro. Ahora dicen que fue gracias a los ingleses, siempre nos estropean las ilusiones. Tanta sangre y heroicidad para hacer regresar a Fernando VII y para entrar en una época de inestabilitad constante, guerras locales como las carlistas, repúblicas frustrada y finalmente, de ya se sabe qué. Yo creo que con los grabados de Goya sobre los desastres habría bastante para entender lo que hace falta, que la guerra sirve a menudo para empeorar la situación, sobre todo de tanta gente que no tiene culpa de nada y recibe palos por todas partes. Pero para entender, también, que no se puede hacer volar palomitas y que despreciar armas y ejércitos es, todavía, suicida. Por desgracia, aquello de si quieres paz prepárate para la guerra, todavía funciona. Hace poco leía declaraciones de personas muy serias, en el sentido del peligro que representa convertir los ejércitos en ongs, sin tener en cuenta que, muchas veces, es necesario tomar medidas que comportan un cierto grado de violencia, para restablecer el orden, sin el cual no se puede hacer nada. Eso del diálogo está muy bien, pero si una de les dues partes va con la pistola o el trabuco en la mano es difícil, imposible, vaya.
No es extraño que toda esta época histórica, desde la Revolución Francesa en adelante tenga, para nosotros, una gran atracción. Resulta lejana, pero cercana en muchos sentidos, también. Yo, de pequeña, meditaba a menuda sobre mis antepasados y quería imaginar cuáles de ellos habrían visto la Guerra de la Independencia, con una cierta envidia generacional, ya que creía que las guerras, como tantas otras cosas, eran una especie de película que se veía pasar, santa inocencia. Hay personajes como Napoleón, magnificados e idealizados por la mitomanía especializada. En una ocasión leí una especie de comparación entre Franco y Napoleón. Al menos, escribía el comentarista, Napoleón tenía categoría intelectual, grandeza. Grandeza megalómana que llevo Europa al deastre, claro, porque con grandes ideas se hacen muchos disparates. Los dos eran bajitos, como tantos dictadores. Cuando iba a la Normal, el profesor de psicología nos hablaba en una ocasión del complejo de los hombres bajitos, como si fuese una especie de síndrome que podía derivar en tendencias dictatoriales. Pero Mussolini era más alto. De todo hay y ha habido en la viña del señor, la psicología ya no es lo que parecía y las explicaciones sencillas siempre se escapan de nuestro alcance, como agua en un cesto.