sábado, 29 de enero de 2011

De la civilización de la abundacia y sus perversiones



Escribe hoy Quim Monzó en La Vanguardia sobre libros y bibliotecas y un pueblo inglés en el cual los vecinos intentan defender este servicio cultural, que está en peligro de desaparición por recortes presupuestarios.

Al final cuenta una anécdota personal, intentando deshacerse por traslado y, supongo, falta de espacio, de dos mil libros, preguntó a diferentes bibliotecas si los aceptaban. Comprobando que no había interés en el tema, acabó depositándolos en el container correspondiente. Por el tono del artículo percibo una crítica ácida hacia el personal implicado y los poderes correspondientes. Sin embargo creo que el problema actual del exceso de todo sobrepasa la cuestión concreta de los libros y la cultura.

En mi barrio dedicamos el martes pasado una charla al gran periodista y muchas cosas más, Sebastián Gasch. Asistió a la misma su hijo Emili, que nos contó diversas e interesantes anécdotas. Gasch tenía una colección completa de la revista Destino, que su hijo intentó también entregar a alguna biblioteca, sin éxito, y que acabó en los libreros de lance, mal vendida. Lamentamos, en general, esos hechos, o ver tirados por el suelo, al lado de los contáiners, libros y objectos en buen estado. Sin embargo nosotros mismos, cada cual según sus circunstancias, acabamos por tirar lo que nos sobra, que es mucho, por necesidad vital de espacio.

Nunca ha habido más bibliotecas en Barcelona y su área de influencia que en la actualidad. Cierto que no son aquellas bibliotecas silenciosas de antes, que ahora incluyen diversos materiales como películas o discos en sus fondos y que muchos jubilados las utilitzan para hojear y ojear los periódicos del día. Sin embargo veo también a mucha gente trasegar libros arriba y abajo, libros para adultos, para jóvenes y para niños. Las novedades promocionadas por los medios habituales son las de más éxito, claro. Las bibliotecas son lugares activos y vivos, luminosos y alegres,  se han convertido en espacios indispensables, en pequeñas almas de barrios y pueblos y lugares de relación social, en la mayoría de casos.

El personal no es abundante, ha habido recortes, pero, en general, está formado por gente joven con gran voluntad, amables y dispuestos a encontrar lo imposible, a llamarte a casa cuando lo tienen, a gestionar lo que sea y que esté al alcance de sus posibilidades y a cederte su espacio para temas culturales diversos. Joan Antoni Delgado, el director de la de mi barrio, la Francesc Boix, del Poble-sec, que ya ha quedado pequeña, como la mayoría, me contó en una ocasión que tenía que hacer limpieza, cosa muy difícil, ya que seleccionar libros es una tarea ingrata y delicada. Las bibliotecas se han ido también especializando en algún tema, a menudo relacionado con su nombre. En el caso de mi barrio, con la guerra civil, la cultura de la paz...

En mi biblioteca han puesto un gran cajón de madera donde se pueden depositar volúmenes que la gente no quiere en casa y de donde puedes coger lo que quieras. Siempre está lleno, al principio había libros en mal estado pero ahora hay buenos libros a menudo, nuevos, interesantes. La verdad es que, más allá de los libros de consulta, pocas veces releemos a fondo ya que la vida es corta y el tiempo vuela. En alguna ocasión, la relectura nos lleva a comprar una nueva edición más completa, con la tipografía más agradable. Muchos libros antiguos, económicos, se desmontan o amarillean y la letra solía ser excesivamente pequeña, para reducir precio. Así que a veces incluso volvemos a comprar el libro cuando lo queremos releer. El sistema de cosas hace, sin embargo, que muchos libros desaparezcan del mapa en un par de años y que para reencontrar según qué debas recurrir a los libreros de viejo, que también han desarrollado su sistema por internet, con muy buenos resultados, por cierto.

El mismo escritor, que lamenta el tema, iba a regalar dos mil volúmenes, me imagino que por la misma falta de espacio que sufren las bibliotecas populares. Cuando murió mi madre y vaciamos el piso, un señor muy amable, de una empresa dedicada al tema, me comentó con cierta tristeza: los libros pesan mucho y valen poco. Los libros, como la ropa o la comida, fueron en otros tiempos un bien escaso y caro. Hoy no es así y, además, podemos conseguirlos prestados en las bibliotecas, con mucha facilidad. ¿Qué haremos con tantas enciclopedias y diccionarios que pagamos a plazos y que nos han acompañado fielmente durante años? Ahora acabamos consultándolo todo por internet, recurso cómodo y fácil, a la medida de nuestro espacio vital, modesto. Hay quien dice que hay errores, pero yo he encontrado muchos más en los libros convencionales donde, además, es difícil y largo corregirlos.

Nuestra generación ha tenido tendencia a atesorar, ya que veníamos, la mayoría, de la escasez. Yo no tiro nada, me dicen muchos, orgullosos de no tirar. Sin embargo lo que hacen es intentar pasar el problema del exceso a otros, a las instituciones, a las parroquias... Es más fácil regalar ropa usada en buen estado o libros ya leídos que dinero, pero, para los que reciben el donativo, es mucho menos práctico, claro. Nos molesta que no se agradezcan nuestros mezquinos donativos de cosas que ya no queremos, de ropa que no nos ponemos, de libros que no leeremos, de muebles pasados de moda. Antes se daba todo a los pobres, a los más pobres que nosotros, claro. Hoy incluso los pobres prefieren estrenar ropa, aunque sea del bazar chino de la esquina que, hay que decirlo, también ha mejorado mucho la calidad de sus productos y el servicio al cliente. Debemos vivir con ello y, si criticamos a los demás, analizar nuestras propias actuaciones. Comprobaremos que a menudo pecamos sin pudor, aunque intentemos justificarnos.

La gente tira de forma vergonzante, no lo admite, pero los grandes cubos de basura de nuestro tiempo están llenos de cosas en buen estado. Cierto que a veces hay quien recoge y aprovecha o revende. Un día a la semana pasa personal del ayuntamiento a recoger muebles, trastos y en muchas ocasiones antes ya ha pasado un primer control de calidad espontáneo formado por un pintoresco mundo que incluye aficionados, necesitados, profesionales alternativos, amigos de la restauración, curiosos y traperos del presente. Este es nuestro mundo, ni mejor ni peor que los anteriores. Más bien, por lo que hace a nuestra sociedad en concreto, bastante mejor que el de nuestros padres en muchos aspectos materiales. El libro de Huxley ya predecía el tema, vale más desechar que tener que remendar. Y a eso hemos llegado con la intención de sostener el ritmo de producción necesario para sobrevivir. Seguro que podría hacerse mejor y de otra manera, más razonable y quizá en algún momento del futuro sea así o volvamos, por circunstancias diversas, a la escasez antigua, que nos haga recordar con nostalgia todo aquello que tiramos y regalamos. Mi madre siempre me advertía de que no tirase sábanas. Cuando la guerra podías cambiar sábanas por pan, me contaba. Y es que en momentos difíciles, lo primero es comer, evidentemente. Sin embargo las sábanas, las toallas, el pan, ya no son, tampoco, lo que eran. Como los libros. La abundancia es buena pero tiene ese lado perverso, el exceso agobiante, que, además, nos crea una especie de mala conciencia individual y colectiva. Y que nos lleva a la protesta poco meditada cuando se rechazan nuestras donaciones oportunistas.



Fotografia copiada del blog Fotografías de un cráneo abierto.

domingo, 16 de enero de 2011

Benjamín Palencia, treinta años después








Hoy,16 de enero, se cumplen treinta años de la muerte de Benjamín Palencia (1894-1980), uno de nuestros grandes pintores, no tan conocido como merecería, más allá de determinados círculos culturales.



Palencia tuvo una larga vida y pasó por etapas diversas, en las cuales podemos encontrar cuadros para todos los gustos, geniales la mayoría.




Conoció a pintores como Picasso, Miró o Dalí, mucho más promocionados. Vivió en el excitante mundo cultural republicano, sobrevivió a la Guerra Civil, reinició la Escuela de Vallecas, después de la guerra. Fue surrealista, cubista, fauvista, realista, paisajista inmenso, mostrando magníficas visiones del campo castellano.  Reconocido en España y el extranjero, me temo, sin embargo, que a mucha gente joven de hoy, més allá de los vinculados de forma directa con los lugares donde vivió y trabajó, o de los estudiosos de arte, no les suena. 


Sirva este post de pequeño homenaje, tres décadas después de su muerte.



jueves, 6 de enero de 2011

De cuando recitábamos a Rubén Darío


Hace algunos días una evocació de Rubén Darío en un blog amigo me recordó a ese gran poeta, recitado y leído  en tiempos de mis padres e incluso en mi infancia, aunque siempre de forma parcial y, en muchas ocasiones, reduccionista.

En una de las escuelas en qué he trabajado coincidí con una maestra muy joven. Otra compañera de mi edad y yo, bromeando, acostumbrábamos a recitar poemas de nuestra infancia, habituales en los libros de texto. Rubén Darío no sonaba casi de nada a nuestra joven compañera y acabamos regalándole una antología.

Mi madre tenía una especie de publicaciones baratas que se compraba su abuela, unas revistas con poesías de autores conocidos o no tanto, populares en su época: Bécquer, Campoamor... Y Rubén Darío, por supuesto.  Mi madre recitaba de memoria bastantes poemas; en sus tiempos y en una gran parte de los míos era habitual que las personas normales, incluso sin una gran cultura académica se supieran de memoria y recitasen bastante bien poemas diversos. Aprendí a leer catalán, en una época en la que mi lengua había desaparecido del contexto escolar, a través de libros familiares, con poemas para recitar.

Recuerdo el mundo mágico que me evocaban aquellas extrañas historias poéticas recitadas por mamá, en concreto ésta:

Era un aire suave, de pausados giros; 
el hada Harmonía rimaba sus vuelos, 
e iban frases vagas y tenues suspiros 
entre los sollozos de los violoncelos.

Sobre la terraza, junto a los ramajes, 
diríase un  trémolo de liras eolias 
cuando acariciaban los sedosos trajes, 
sobre el tallo erguidas, las blancas magnolias.

La marquesa Eulalia risas y desvíos 
daba a un tiempo mismo para dos rivales: 
el vizconde rubio de los desafíos 
y el abate joven de los madrigales.

Cerca, coronado con hojas de viña, 
reía en su máscara Término barbudo, 
y, como un efebo que fuese una niña, 
mostraba una Diana su mármol desnudo...

La poesía más popular de Rubén Darío, en las escuelas de mi infancia, era aquella de Margarita, esta linda la mar... Otra de las habituales era la historia de la princesa triste, tan parodiada, incluso en broma. Mi preferida, sin embargo, fue siempre Sinfonía en gris mayor, que encontré en una magnífica antologia destinada a libro de lectura, elaborada por el gran pedagogo Herminio Almendros, padre del también genial Néstor Almendros: Pueblos y leyendas. Aquel libro de lectura, de 1937, se ha reeditado en numerosas ocasiones y hoy es todavía moderno, porque refleja una sociedad diversa y multicultural. 

El mar como un vasto cristal azogado 
refleja la lámina de un cielo de zinc; 
lejanas bandadas de pájaros manchan 
el fondo bruñido de pálido gris. 


El sol como un vidrio redondo y opaco 

con paso de enfermo camina al cenit; 

el viento marino descansa en la sombra 
teniendo de almohada su negro clarín. 

Las ondas que mueven su vientre de plomo 
debajo del muelle parecen gemir. 
Sentado en un cable, fumando su pipa, 
está un marinero pensando en las playas 
de un vago, lejano, brumoso país. 

Es viejo ese lobo. Tostaron su cara 
los rayos de fuego del sol del Brasil; 
los recios tifones del mar de la China 
le han visto bebiendo su frasco de gin. 

La espuma impregnada de yodo y salitre 
ha tiempo conoce su roja nariz, 
sus crespos cabellos, sus bíceps de atleta, 
su gorra de lona, su blusa de dril. 

En medio del humo que forma el tabaco 
ve el viejo el lejano, brumoso país, 
adonde una tarde caliente y dorada 
tendidas las velas partió el bergantín... 

La siesta del trópico. El lobo se aduerme. 
Ya todo lo envuelve la gama del gris. 
Parece que un suave y enorme esfumino 
del curvo horizonte borrara el confín. 

La siesta del trópico. La vieja cigarra 
ensaya su ronca guitarra senil, 
y el grillo preludia un solo monótono 
en la única cuerda que está en su violín.


Rubén Darío no llegó a los sesenta años, su vida fue una especie de torrente arrollador. No voy a escribir aquí su biografía, que se puede encontrar, bastante completa, en wikipedia. También, afortunadamente, una gran parte de su obra poética se halla en internet, en un lugar o en otro de ese extraño país entre imaginario y real. Envidiado, imitado, criticado, reivindicado, Rubén Darío tuvo una virtud que, en nuestro país, es un defecto:  ser prolífico. Escribió mucho y bien, poemas que reflejan una cultura extensa y profunda. Su archivo personal fue donado a España por su compañera de los últimos años, Francisca Sánchez, y se encuentra en la Universidad Complutense. Tiene también una extensa producción en prosa, poco conocida todavía, entre la cual muchos artículos periodísticos. Por la obra de Darío desfila todo el mundo de su época, personajes, lugares, mitos, creencias, incluso manías. Quizá por la dificultad que entraña esa totalidad diversa y compleja ha sido muy poco traducido a otras lenguas y hoy todavía hay quien cree que es una especie de autor folklórico. Hoy poca gente, con la excepción de los estudiantes de la especialidad, puede valorar el uso de los versos y estrofas clásicas que Darío utilizó en su excelente castellano o captar las muchas referencias cultas que se esconden en sus grandes poemas.