Uno de los temas que más me inquietan y, todavía, sorprenden, es el de la vanidad humana. Vivimos entre tópicos, cuesta desprenderse de ellos, de los lugares comunes, de las supuestas verdades históricas, educativas, médicas. Con los años una se va dando cuenta de que nada es verdad, aunque esa constatación resulta, ciertamente, algo dolorosa porque evidencía nuestra impotencia ante todo.
Se cree, por ejemplo, en general, que las grandes ciudades son peores para la vida y la convivencia que las zonas rurales, si es que hoy existen, todavía, zonas plenamente rurales. El espejismo del campo, de la casita y el huerto, de los paraísos perdidos y recuperables es totalmente vigent y ello ha propiciado el exceso en la construcción de casas unifamiliares. Sin embargo, las ciudades ayudaron a hacer libres a los hombres y en circunstancias dramáticas, como las de la guerra civil, las venganzas y crueldades fueron mayores en esas zonas campestres que en las grandes ciudades, cosa que todavía sucede en la actualidad en muchos conflictos bélicos. Quizá es que la tranquilidad, la paz, se llevan dentro de uno mismo y el entorno tiene muy poca importancia. Se puede ser razonablemente feliz en un barrio ruidoso y cultivar amistades y relaciones en una urbe aparentemente deshumanizada. Leía, hace poco, en el periódico, la desarticulación de una potente banda dedicada al comercio de droga en Berga, ciudad provinciana y encantadora, situada en un entorno privilegiado. Sin embargo, parece que todo pase en Barcelona, en Madrid, donde, afirman los ignorantes o los misántropos, nadie se conoce...
Uno de los tópicos de nuestro tiempo es el del poder de la educación. Se juzga en Barcelona actualmente a los jóvenes que quemaron a una indigente en un cajero automático. Los ataques a indigentes son, por desgracia, más frecuentes de lo que parece pero, en este caso, hay un componente añadido que ha hecho el caso más relevante. Los jóvenes eran de buena familia, clase media, buena educación, catalanes. Esa situación, que, según como se mire puede ser un factor a su favor se ha convertido también en un agravante. Las familias, ay, están bajo sospecha. Sé, por un conocido cuyo hijo había compartido con uno de esos muchachos excursiones y actividades, que esa familia era normal, pero por comentarios leídos o escuchados he percibido el rebrote del tópico: algo debía pasar, los padres no se preocupaban, vete a saber qué sucedía allí dentro...
Si bastante desgracia tiene una familia con contar con un caso como éste, encima la sociedad bien pensante la acusa y culpabiliza, porque hay la tendencia generalizada a creer que todo es culpa de la escuela, de la familia, que todo es evitable, previsible, controlable. Conozco casos de personas normales que han tenido hijos drogadictos y se han tenido que escuchar también ese tipo de cosas. Además, el caso ha levantado los fantasmas anticatalanistas, en muchos comentarios en periódicos se pueden leer verdaderas barbaridades sobre el tema, pijos catalanes, cosas así. Y también se ha percibido la prevención contra las clases privilegiadas, en este caso poca más que clases medias, personas, en definitiva, como tantas otras. Comprobar que cualquier cosa puede pasar en las mejores familias añade siempre morbo a las tragedias.
Es doloroso ver sufrir a un hijo, tener un hijo o hija víctima de alguna crueldad o violencia debe ser horrible. Tener un hijo verdugo, culpable de las crueldades o hechos violentos, ha de ser mucho peor todavía. Una tía mía, con hijos jóvenes cuando yo era pequeña, recuerdo que comentaba con mi madre, haciendo referencia a algún acto delictivo: 'siempre pienso en los pobres padres del que lo ha hecho, cuando pasa eso'. La piedad y la compasión no son virtudes que se valoren en nuestro presente. Hay un refrán muy gráfico, que había oído hace años: a nadie digas ladrón, si tienes hijo varón; no digas puta a ninguna, si tienes hija en la cuna. Ser ladrón o puta era, según el sexo, lo peor que se podía ser por aquel entonces. Hoy hay cosas mucho peores. Pero ningún papá o mamá esta libre del riesgo de pasar por cualquier tipo de tragedia, sabemos poco de la mente humana, de nosotros mismos. Y, por más que nos gustaría, la educación, ni la familiar ni la escolar, no vacunan contra nada, aunque puedan ayudar. Como me comentó un director escolar muy sabio, hace años, desengañado ante la historia de nuestro país y de Europa, en general: Alemania era un país con un gran nivel cultural y ya ve lo que pasó. Hace muchos años se creía aquello de que abriendo una escuela se cerraba una cárcel, él lo había creído, me contó, pero dudaba ya de todo, como me está pasando a mí. Ante la realidad ser, por lo menos, algo compasivos y no tirar primeras piedras, me parece una actitud moral muy necesaria y saludable.
2 comentarios:
Hola Júlia:
Yo creo que no hay que tirar ni primeras ni segundas, ni piedra alguna.
Una de las mejores personas que he conocido, vecina de la infancia, vió morir a sus dos hijos por la droga; luego murió ella de sufrimiento.
Somos incapaces de llegar a entender el dolor que generan estas desgracias, sólo el que lo ha sufrido puede conocerlo.
También creo que no es cuestión de épocas ni de lugares, puede brotar en cualquier situación.
La vanidad es un gesto de ignorancia y estulticia que seguramente se volverá contra el que la ejerce.
Saludos, Ignacio
Tienes mucha razón, gracias por tus comentarios, Ignacio.
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