Confieso que hasta hace muy poco no había leído a Jorge Ibargüengoitia. Este gran escritor fue una de las víctimas de aquel desgraciado accidente de aviación de 1983, en el cual murieron tantos artistas e intelectuales, ya que se dirigía a un encuentro cultural hispanoamericano. Entre los fallecidos se encontraba la pianista catalana Rosa Sabater.
Ibargüengoitia fue considerado por algunos sectores como una especie de secundario de lujo, en el panorama espléndido de la literatura hispanoamericana que floreció en los años sesenta y setenta. También le ha pesado una etiqueta, la de humorista, parcial e injusta.
En 2008 se reeditaron sus libros, con motivo del 80 aniversario de su nacimiento. Cuando murió llevaba con él una nueva novela casi terminada, ambientada en el tiempo del emperador Maximiliano, que se perdió en el accidente.
Llegué a este autor de forma casual, buscando temas sobre educación y escuelas, ya que septiembre trae consigo el retorno a las aula por part de la población en edad escolar. En el blog Fulano Vida tropecé con este texto inmenso, de 1969, premonitoria para nosotros, pues muchas de las cosas que se comentan, referidas a la sociedad americana, son hoy plenamente vigentes en nuestro contexto.
Una buena amiga me aconseja, en mi blog en catalán, leer toda la obra de este autor pero dejar para el final Las muertas, por ser ésta su obra maestra en el campo de la narrativa. Ibargüengoitia también escribió muchas obras de teatro. Seguiré su sabio consejo pues es cierto que iniciar la lectura de un autor por su obra más lograda puede generar después cierta decepción, al no cumplirse las expectativas previstas.
Ahora que hace ya tres años que estoy jubilada y no trabajo de forma convencional ya que, curiosamente, me pagan por lo que no hago y no me pagan por lo que hago, la referencia a la escolarización de la sociedad con todo tipo de cursos y cursillos me ha resultado muy divertida. La oferta dirigida a la tercera edad va en esta línea absurda, un montón de talleres y cursos con nombres rimbombantes que no servirán para nada concreto, a menudo de poca profundidad, que dejan a la gente contenta, satisfecha y ocupada. Al menos, intentaré ser positiva, ayudan a hacernos olvidar la realidad del gran tema: que la vida pasa y la verdad asoma. Y también ayudan a reducir el paro, cuando no son voluntarios por parte de quiénes los imparten, claro.
¿Más escuelas? Confabulación diabólica
Cada año, todos los países de la América Latina gastan en educación entre una y dos quintas partes de su presupuesto oficial. Además de eso, sus respectivos Gobiernos están muy satisfechos y se lo andan contando a todo mundo, como ejemplo patente de su desinterés en la carrera armamentista.
Asistir a una escuela no es una obligación, es un derecho. Cada año, la gente hace colas larguísimas y se da de golpes con tal de inscribir a sus hijos en una escuela. Cada año se construyen nuevas escuelas, y cada año, también, hay más niños que se quedan sin escuela. La gente que nunca ha ido a una escuela, vive convencida de que esa es la única razón de su fracaso. La que ha ido a la escuela, en cambio, cree que fracasó porque no aprovechó la enseñanza. El caso es que la escuela es un elemento fundamental en las frustraciones de toda la gente.
Esto, en lo que se refiere a educación elemental; en lo que se refiere a la superior, la cosa es todavía más extraña: cada año se inventan nuevas carreras, o apéndices a las ya implantadas, en forma de maestrías, doctorados, especialidades, etcétera.
En este campo, como en casi todas las aberraciones, a la cabeza van los Estados Unidos. En ese país ya se descubrió que todo se puede enseñar y que todo se puede aprender…¡en una escuela! Se imparten clases de “vida creativa”. Se dan cursos de “relaciones personales”, de “apreciación de obras de arte”, de “euritmia”, que es el arte de moverse armónicamente, etc. El resultado de todo esto es que la edad escolar va desde los cuatro hasta los setenta y cinco años, y, si se descuida uno, pasa uno de la escuela a la tumba.
Para mí, todo esto es inexplicable. ¿Por qué quiere la gente ir a la escuela? ¿Por qué cree que va a aprender algo en esos antros? Mi experiencia personal me indica que las cosas son muy diferentes. Por ejemplo, me pasé dieciocho años sentado en una papelera, y sin embargo, el noventa por ciento de los conocimientos que aplico constantemente los he adquirido fuera de la escuela. Me ha servido mucho haber aprendido a leer y escribir, pero eso me lo enseñaron en los primeros seis meses que pasé en la escuela.
Sumar, restar, multiplicar y dividir son operaciones que hago con mucha cautela y gran dificultad. Cualquier dependiente de miscelánea me gana. En cambio, no sé distinguir una planta dicotiledónea, y si lo supiera, no me serviría de nada. Recuerdo que a Tenochtitlán se entraba por cuatro calzadas, pero no cuáles eran, ni sabría decir dónde estaban. ¿De qué me sirve saber cuál es el tarso, cuál el metatarso y cuáles los dedos?
En la Escuela de Ingeniería me pasé un año entero estudiando afanosamente geometría descriptiva, que es una materia a la que todavía no se ha encontrado aplicación práctica.
Pero no se me malinterprete, no quiero decir que los conocimientos no sirvan de nada, lo que quiero decir es que la escuela es el lugar más inapropiado para adquirirlos.
Creo que las condiciones fundamentales del aprendizaje son la voluntad de aprender del sujeto y la posibilidad real de aplicar el conocimiento. No puede uno sentarse todos los días seis horas en una silla incómoda, sólo porque en la casa se arma un borlote si reprueba uno año, para al cabo de doce o quince empezar a aprender lo que realmente hace falta. Es un derroche, de tiempo y de dinero, que nadie tiene por qué permitirse.
Pero creo que lo que pasa es que el sistema escolar es una confabulación diabólica, de la que los alumnos son las principales víctimas, y los contribuyentes las segundas. Los padres de familia tienen necesidad urgente de deshacerse de sus hijos un determinado número de horas cada día, mientras éstos tienen edades que varían entre los cuatro y los quince años. Los maestros, por su parte, que tienen que ganarse la vida, se ven obligados a hacer algo en esa enorme cantidad de horas. Se hacen cosas tremendas. Se explica, por ejemplo, el Quijote. De tal manera, que después de la explicación pocos son los valientes que se atreven a leerlo. Se da un curso de Historia Universal, en el que se conceden quince minutos y un párrafo, a la Guerra de los Treinta Años. Yo pasé por un curso de literatura española en la que no abrimos más libros que el texto, que eran los datos biográficos y bibliográficos de ciento cincuenta autores. La ficha que aprendíamos un día se nos olvidaba al siguiente.
Un tema tan apasionante como es la historia de México en el período que va entre la consumación de la Independencia y el principio del pofiriato, fue convertido en un soponcio que duró un año, por un maestro, cuyo nombre no voy a mencionar, pero que es figura política, que llegaba con un cuarto de hora de retraso, se sentaba, bostezaba y empezaba a hablar con el sonsonete que le era característico, y nos reclamaba:
—¡Claro, comen como boas y como náufragos y luego se están durmiendo!
No sólo hizo pedazos la materia, sino parte de mi vida. Pero a los doce años de estudio, no se puede soltar el arpa. Hay que terminar la carrera. Por eso está el mundo rebosante de profesionistas inútiles. Son lo que creyeron que con ir a la escuela bastaba.
6 comentarios:
Vamos a hacer correr el nombre de Ibargüengoitia. Se merece rescatarlo del olvido.
Siempre que puedo me gusta dar a conocer personajes olvidados o poco conocidos. Por mi que no quede.
También desconocía por completo al autor, y voy a tener que arreglarlo. El fragmento es bueno y terrible. Hace poco leí algo sobre como España (y parte de Europa) se va pareciendo cada vez más a los países latinoamericanos por lo que hace a política y sociología. Mientras nosotros miramos el futbol, nuestro modelo desaparece, al igual que nuestra educación.
Luis, creo que también nos hemos creído mejores de lo que éramos.
Respecto al autor, muy interesante, me he bajado sus libros pirateados, cosas del presente.
El fragmento me ha sorprendido por la fecha, cuando aquí estábamos muy lejos de tanta tontería a la americana aunque sufríamos otros males, claro.
A lo mejor ahora (cuando despertamos del sueño en que nos creíamos algo) podremos conectar de nuevo con la gente que pensaba de verdad sobre el mundo de verdad. Voy a buscar esos libros pirateados, porqué yo también me he vuelto más pobre y tengo que rir pensando en vivir con menos. O sea: piratear y que no me pillen.
Lluís, no los he pirateado por dinero sinó por comodidad, en mi biblio no estaban, ni en la librería más próxima. Sobre ese tema, compré un ebook pagando y he tenido más problemas para pasarlo al aparatito que con esos pdfs gratuitos, la verdad.
Si alguno de ellos me entusiasma más de la cuenta es posible que lo compre 'en papel convencional' incluso.
Esos libros estuvieron mucho tiempo sin reeditarse, ahora parece que se ha recuperado este autor y es más fácil acceder a sus títulos. Imagino que su muerte prematura también influyó.
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