viernes, 1 de junio de 2012

Eichmann y la banalidad del mal



Hace hoy cincuenta años de la ejecución, en Israel, de Adolf Eichmann. El caso llenó muchas páginas de periódico en mi adolescencia, recuerdo imágenes inquietantes del juicio, incluso de la ejecución. Eichmann fue secuestrado en Argentina, hecho que provocó problemas diplomáticos. Otros nazis exiliados en aquel país  o en Brasil tomaron desde entonces medidas importantes de seguridad y consiguieron sobrevivir. Recuerdo que muchas personas de mi entorno siguieron el tema con cierta indiferencia. Consideraban que eran consecuencias aquellas del resultado de la guerra, como el proceso de Nuremberg y que los resultados de una guerra pueden ser de todo tipo. Mirando hacia atrás con cierta perspectiva entiendo que los sufrientes superviventes del triunfo fascista hispánico, que se sintieron tan traicionados en el 44 por las grandes potencias fuesen ya unos escépticos ante las venganzas justas. 

Eichmann era un personaje inquietante porque siempre se supo que no era un antisemita visceral, tuvo amigos, incluso parientes judíos. Fue, de hecho, un fanático devoto del nazismo y de la obediencia. Siempre he creído que el voto de obediencia religioso es mucho más cruel que los de castidad y de pobreza. La milicia y las órdenes religiosas se han cimentado en esa obediencia obligatoria, la única manera de estructurar un poder sòlido y sin fisuras. La obediencia sirve de excusa en muchas ocasiones. Desde su punto de vista, tan particular, Eichmann y tantos otros como él no hicieron nada más ni nada menos que cumplir con su deber.

Las últimas palabras de Eichmann fueron:


Larga vida a Alemania. Larga vida a Austria. Larga vida a Argentina. Estos son los países con los que más me identifico y nunca los voy a olvidar. Tuve que obedecer las reglas de la guerra y las de mi bandera. Estoy listo.


Inquieta pensar que si no conociésemos el contexto y las causas de la condena podrían parecernos éstas las palabras de un héroe patriótico. Las patrias han servido para todo, por desgracia. 

También provocó polémica Hannah Arendt escribiendo, con motivo del caso Eichmann sobre la banalidad del mal, sorprendida ante la pequeñez intelectual y personal de un hombre que pasaba por ser el mayor enemigo de Europa. Arendt incidió en el tema de la sujeción que provoca en las personas de todo tipo, muchas de ellas aparentemente normales, un régimen totalitario, cosa que se interpretó, erróneamente, como una especie de justificación del personaje y sus crímenes. Pero incluso Peter Malkin, el agente que detuvo a Eichmann, afirmó que lo más inquietante había sido comprobar que el nazi capturado no era un monstruo sino un ser humano, a pesar de todo. 

Un régimen totalitario abusivo genera grandes devociones y un estado de fe ciega muy peligrosa, como se ha ido viendo y comprobando a lo largo de la historia y de sus guerras y tragedias. Los análisis como el que hizo Arendt son imprescindibles, nos muestran como podemos llegar a ser en determinadas situaciones y nos demuestran que los grandes malvados eran, en realidad, personas aparentemente tan inofensivas como nuestros vecinos y parientes. 

3 comentarios:

Lluís Bosch dijo...

El trabajo de Arendt es immenso, y aunque sólo he leído una pequña parte lo declararía lectura obligatoria.
Dicho esto, también hay que decir otra cosa: hay un trabajo de un periodista y psicólogo norteamericano (a ver si me inspiro y lo busco para dejarte a referencia) que estuvo entrevistando a los acusados de Nuremberg. Se le ocurrió pasarles un test de inteligencia, y la mayor parte de ellos dieron resultados elevadísimos, lo que hoy diríamos "altas capacidades". Eso es estremecedor, porqué significa que la mucha inteligencia puede ser letal.

Júlia dijo...

Y muchos eran lo que diríamos 'cultos', cosa que contradice eso de que la cultura nos mejora. Todo depende, Lluís.

Júlia dijo...

Sin embargo los inteligentes precisan de una serie de funcionarios mediocres para poner en práctica sus ideas...