He vuelto a Madrid, con ese AVE demasiado rápido para mi gusto. Me gustaban los viejos y lentos trenes que pasaban por estaciones y pueblos. Lo mismo ocurre en la actualidad con las carreteras, vas de un sitio a otro sin saber ni ver por donde pasas, a no ser que te desvíes de forma intencionada del recto camino.
Las ciudades, cuando hace tiempo que no las ves, e incluso cuando las ves cada día, crecen y cambian como los niños, sin darnos cuenta. Sin embargo esa capital española con la cual intentábamos rivalizar en otros tiempos (hoy creo que la rivalidad es, sobre todo, futbolística) mantiene toda su magia y su encanto. Más turistas, más rascacielos. Como en Barcelona. Comparar Madrid con Barcelona es un gran absurdo, son tan distintas esas dos ciudades... Me lo he pasado de rechupete, como siempre que he ido. Dejé Madrid con el deseo de volver, con una sensación de añoranza extraña.
Las grandes ciudades son diversas, poliédricas. Crecen en Madrid, como en Barcelona, los rascacielos, muy poco de mi gusto como tampoco lo eran de Cerdà, el del Ensanche barcelonés. Hace años, cuando yo era pequeña, siempre se criticaban las limitaciones estatales a la construcción de rascacielos en Barcelona. Los rascacielos madrileños de entonces ya se han quedado pequeñitos y parece que crecer en verticalidad es una tendencia de nuestro tiempo. Debe ser un complejo atávico, algún resquicio subconsciente de la época de la torre de Babel, ese afán por rascar el cielo.
Uno de los días comimos un excelente y econòmico menú en la calle Botoneras. En el restaurante había unas fotos maravillosas, antiguas, de la ciudad. En algunas se veía, sonrientes, a toda aquella generación del 27 que la guerra separaría y castigaría. Contemplar de forma retrospectiva su felicidad juvenil sabiendo lo que paso después pone la carne de gallina pero así es la vida, imprevisible, cruel a veces, maravillosa en muchas ocasiones, sobre todo cuando está a punto de llegar la primavera y en los árboles apunta ya un verdor de niebla vegetal, prudente y tembloroso.
Algunas de las amigas con las que fuí, un grupo de ocho chicas de oro y de plata, muy bien avenido, no habían estado nunca en Madrid y les encantó también y les supo a poco la visita. Seguro que volveremos. Por suerte, las convencí de no hacer esos peregrinajes exhaustivos y agotadores de viajero consumista, aunque caminamos bastante y también tomamos el Bus turístico, cómodo y tranquilo. Hacer el turista, de vez en cuando, está pero que muy bien. Sin abusar, claro. Pero parece que se extiende el deseo, absurdo, de verlo todo cuando se viaja. Y cuanto más lejos se va más todo se quiere ver. Incluso en la propia vida, de joven, se quiere hacer todo hasta que la realidad de la limitación temporal pone las cosas en su sitio y nuestras ambiciones en cuarentena.
Mañana me voy a Sevilla una semanita. Nunca he estado allí. Todo el día de hoy me viene a la cabeza el poema aquel del río Guadalquivir va entre naranjos y olivos, por los ríos de Granada sólo reman los suspiros... Cuando un río o una montaña pasan de ser una fotografía o una mancha azul o marrón en los mapas a ser reales y a pertenecernos un poco, todo parece posible. La abstracción, el deseo, el sueño, se hacen realidad. La realidad a veces tiene poco que ver con nuestra imaginación mitificadora pero en algunas ocasiones incluso supera nuestras expectativas.
2 comentarios:
No te olvides de ir a Itálica...está muy cerquita de la ciudad y es deslumbrante....salut
Claro, Miquel, ayer estuve allí, 'estos Fabio, ay dolor que ves ahora...'!
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