Nos hemos dado de bruces con la realidad, incluso en mi entrada anterior y en el artículo que copié se percibí cierto escepticismo ante la alarmante situación, ¿quién podía pensar en algo tan molesto, tan doloroso, tan incómodo, tan largo?
Me equivoqué, como tanta gente, en la percepción del peligro. Escucho periodistas de esos habituales en la radio, en el periódico, que también han cambiado de opinión ante la indiscutible gravedad, en cantidad y en cualidad, de los efectos de ese virus inesperado, que parecía cosa de la lejana China, como en otras ocasiones nos parecían los malos microbios cosa de África o de colectivos determinados, como pasó con los homosexuales al principio del estallido del VIH. O como otros virus, más bien políticos, parecían afectar a algunos, solamente, curas, comunistas, judíos...
Una injusticia hecha a un hombre es una amenaza contra todos, escribió Montaigne. Gran verdad, pocas veces admitida en su totalidad. El otro día vi la repetición de uno de esos estupendos programas de Imprescindibles, dedicado a Gregorio Marañón, en el cual se recordó una frase del personaje, algo así como que quién no duda es una amenaza para los demás.
Y, sin embargo, cuantas afirmaciones contundentes hemos de aguantar en estos días. Qué si el gobierno lo hizo mal, qué si aquí o allá se tomaron medidas eficaces, qué somos un país de inoperantes, que en Catalunya se hizo mejor... Todo queda en entredicho ante la realitat. Hace tiempo escribí, en este blog y en otros, de la situación de tantas residencias. En las residencias catalanas se ha asesinado y violado, la cosa no parece haber inquietado demasiado. Al fin y al cabo, la gente vieja molesta, con pocas excepciones, aunque eso de viejo, hoy, parece un insulto.
Hace pocos días, en un pueblo del sur español, un grupo vandálico recibió con piedras a unas ambulancias que trasladaban ancianos de una residencia infectada a otro lugar. Hay que decir que una parte del pueblo reaccionó de forma positiva pero en los pueblos es difícil y peliagudo contradecir a las mayorías, son lugares más cerrados que las grandes ciudades, para bien y para mal. Durante la guerra civil fueron muchas más las barbaridades cometidas en los pueblos que no en las grandes ciudades, hay datos, y estadísticas.
Pienso en estos días en dos ancianos confinados en mi casa, cuando yo era joven. Uno era mi abuelo, tenía un enfisema, a causa del tabaco. Mi escalera no disponía, entonces, como tantas otras, de ascensor. Su única distracción era contemplar a la gente que iba y venía por el barrio. Hoy, en esa calle que fue mía, han plantado árboles, almeces, lledoners en catalán. Han crecido mucho y, menos en invierno, cuando no tienen hojas, no dejan ver la calle, por ello mi padre, que también acabó confinado en una silla de ruedas, no tenía ni tan sólo esa distracción. Los ayuntamientos deberían tener en cuenta ese tipo de cosas a la hora de embellecer los barrios con árboles, tan hermosos y necesarios, sin embargo.
Otra confinada fue una tía-abuela, prima de mi abuelo, que acabó viviendo y muriendo en casa. Era una mujer orgullosa, independiente, pero tuvo que admitir el paso del tiempo. Un ascensor, entonces, hubiese mejorado la vida de mi abuelo, de mi tía-abuela, de mi padre. Mi madre también murió antes de disfrutar del ascensor que, finalmente, se instaló en la escalera. Mi madre acabó en un centro socio-sanitario, no me dieron a elegir, un día llegué y vi que le habían puesto una sonda alimentaria en la nariz, porque no podía tragar, no me pidieron permiso, no me atreví a protestar. Allí pasó siete horribles meses, con la sonda en la nariz, la cabeza relativamente lúcida, con algunas lagunas. Yo todavía trabajaba entonces, cada tarde subía al centro, después de la escuela. Tengo muy mal recuerdo de aquellos meses, aunque el personal era amable, pero insuficiente, y hacía lo que podía.
Murió sola, en una madrugada de otoño. No se ha abierto un debate profundo sobre eso de alargar la vida más de la cuenta, cuando no hay perspectivas de mejora de calidad de vida. Quizás ahora se plantee el tema, la muerte es un tema inquietante, no nos gusta. Tampoco la evidencia de la vejez, se supone que cada viviremos más y mejor, los humanos somos orgullosos, crédulos, pero eso del virus nos ha puesto, de momento, en nuestro sitio. Resulta que los de más de sesenta somos grupos de riesgo y que las residencias dejaban mucho que desear, en general.
Todo pasará y volveremos a las andadas, se escarmienta de momento, pero luego todo se olvida, se reinventa, se publican novelas bonitas y series divertidas sobre los grandes problemas del mundo. Y, aún así, tenemos ilusiones, ideales, buenas intenciones, vuelve la primavera, nacen niños y niñas, bailaremos, cantaremos, leeremos. Algún día, por ley natural, seremos gente confinada, en casa, en la residencia, donde sea, si no tenemos la suerte de morir de forma rápida e indolora, inesperada, de un patatús o un accidente inesperado. No podemos olvidar que somos mortales, y no hace falta que un esclavo romano nos lo vaya recordando, en nuestro paseo triunfal por la vida.
1 comentario:
Yo tampoco fui consciente de la gravedad hasta que lo tuvimos tan avanzado. De hecho, cuando decretaron los primeros quince días de cuarentena pensé que serían solo esos quince.
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