sábado, 12 de enero de 2008

Reciclemos, que algo queda




Hace algunos días, Sani escribía en su blog, con una ironía muy inteligente, sobre la mala conciencia que una amiga suya expresaba cuando, por ejemplo, gastaba demasiada agua para ducharse. Yo soy una amante de las duchas largas y calentitas, con exceso de gasto líquido, quizás porque este instrumento higiénico fue, en épocas remotas, un gran descubrimiento y adelanto para las costumbres familiares de la época. Una canción del gran Cassen, descanse en paz en el cielo de los humoristas, decía:

La dicha es mucha en la ducha...


Una actitud muy habitual de los poderes políticos del presente y creo que también del pasado, consiste en hacer recaer sobre las personas individuales, anónimas y débiles, todo el peso de la responsabilidad sobre lo que pasa en el mundo, guerras, contaminación y lo que haga falta. Antes era el pecado original, todo el día estábamos rezando y pidiendo perdón por nuestros pecados, la religión era contundente y expresiva sobre el tema. Un día, mi padre, riendo, recuerdo que me contaba los sermones apocalípticos del cura de su pueblo, durante los días anteriores a la semana santa, arrepentios, les insistía. Él decía que, a ver, de qué pecados se podían arrepentir aquellos campesinos remotos, sin ningún tipo de distracción posible. Claro que, para más INRI, existían los pecados de pensamiento, que también debían, ay, confesarse. Todo eso parece, ahora, un poco perverso y retorcido, pero la vida de la gente acumulaba angustias inconscientes y subconscientes en gran cantidad.

Ahora somos más laicos, pero la historia continúa, porque las religiones, aunque sean sin dioses ni cielos, ni infiernos típicos y tópicos deben ser necesarias para el buen funcionamiento de la sociedad, o sea, para formar rebaños de ovejas domesticadas y obedientes. Con un cúmulo de actitudes responsables individuales, dicen algunos, podemos cambiar el mundo. Recuerdo, por ejemplo, aquel libro con las cincuenta cosas que podías hacer para ser ecológica, cosas así. Pues, nada de nada. Ya puedes ir reciclando y llenando bolsitas y ahorrando agua de la ducha, que los que mandan van en coches contaminantes, gastan mucha agua en sus campos de deporte y encienden las calefacciones de forma exagerada, y fomentan, además, que la sociedad lo haga así, porque así esta montado el mundo confortable y consumista que nos acoge. Todos tenemos la culpa de todo y entre todos lo haremos todo. Si contraes una enfermedad seguramente será porque no te has cuidado, has fumado, no has hecho ejercicio, no has utilizado preservativos o has comido demasiadas naranjas. Nunca nos dejan tranquilos con nuestros vicios y excesos. Pero, que yo sepa, todavía no se ha inventado nada para no morirse, ni tan sólo para asegurarnos una muerte digna, rápida e indolora. Por cierto, no soy la única que no tiene fe en las teorías dogmáticas actuales.

Una forma de acallar las malas conciencias ha sido siempre la actitud paternalista de dar lo que sobra. Hay quien te dice, con cierto orgullo lleno de fragilidades internas: yo no tiro nada, todo lo doy. Claro, da lo que no quiere: libros viejos, juguetes rotos, ropa usada, ordenadores caducados... Lo que pasa es que hoy ya cuesta librarnos de los restos de nuestros pasteles, las bibliotecas no quieren más libros, la ropa se acumula por todas partes y es difícil colocarla con cierta dignidad. La gente prefiere ropa nueva barata que reciclada, aunque a veces aprovechemos para los nietos algún vestido del sobrinito que ha crecido deprisa, eso lo hemos hecho todos, claro. Por cierto, una profesora, hace años, criticaba el hecho que, en el caso del profesorado, se utilizase la palabra reciclaje, lo mismo que para las basuras. Ay, el lenguaje, nunca es inocente.

Estos días, por radio, hablaba una chica de una asociación que recogía juguetes durante las fiestas navideñas, para gente humilde. Precisó que querían juguetes nuevos, no usados, ya que a nuestros niños no les damos juguetes viejos, con alguna excepción, que siempre existe. En cambio, en otra emisora, otra chica, de estas que hace volar palomitas ecológicas, hablaba de reciclar juguetes y darlos a niños que los pudiesen aprovechar, de no tirar nada, vaya. A niños más pobres, claro. O sea, que, prácticamente, se contradecían. Dar lo que no queremos, para no tener la mala conciencia de haber tirado, me parece una actitud algo fea, la verdad. La realidad es que un noventa por ciento de las publicaciones que salen al mercado al cabo de dos años son pasta de papel otra vez, y que acabamos tirando, nos guste o no. En eso, como en tantas cosas, la mayoría de la gente no dice lo que hace, y tan sólo hace falta dar una ojeada a los containeres para comprobar como va la cosa. Recuerdo mis tiempos juveniles, en aquella época era prácticamente pecado tirar el pan, tanto por el recuerdo de la escasez de posguerra, como por las connotaciones religiosas del producto. En cambio, con moderación, se podían tirar otros restos comestibles. No hay mejor reciclaje que el generado por la necesidad real, pero si esta necesidad no existe, la tendencia es a tirar, como ya profetizaba el mundo feliz de Huxley, vale más desechar que tener que remendar... Por otro lado, hoy no creo que quede prácticamente nadie, por aquí, capaz de hacer un remiendo ni un zurcido presentable, la verdad.


Una vez, hace algunos años, una maestra jubilada, con una buena posición económica, trajo a la escuela ropa, por si alguna madre la quería. Comprobé que había una falda bonita, en buen estado, y le dije que aquella me la podía quedar yo. Cuando escuchó que yo la quería, se la volvió a llevar. O sea, si era buena para mí, era, todavía, buena para ella, y no para gente más pobre, como se supone que debía ser la de las familias de la escuela, que ya es suponer, porque hoy las clases sociales no están tan compartimentadas como años atrás y nos podemos llevar muchas sorpresas. La cuestión del dinero es espinosa, porque cada cual tiene maneras diferentes de gastarlo y siempre le parece que las suyas son las mejores. Hay tacaños en cuestiones cotidianas que hacen viajes magníficos, al Canadá, por ejemplo, pero que lloran si han de pagar la entrada a un museo local. Como todo es tan contradictorio, etéreo e incoherente, y como que, en general, gastamos tanto en cosas absolutamente prescindibles, yo diría que, al menos, obviemos tanto consejo institucional de todas clases y no dejemos de beber, comer, fumar, todo con moderación intuitiva, sin manías. Y duchémonos a gusto, sin tener en cuenta profecías médicas ni condenas ecológicas, que ya sufrimos bastante, en el mundo, sin que nos machaquen con eslóganes supuestamente bien intencionados, pero que eternizan nuestra infancia con su tontería supuestamente moral. Los médicos también mueren. Y los ecologistas recicladores
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