Hace hoy nueve años del atentado a los trenes de cercanías, en Madrid, con casi doscientos muertos y cerca de dos mil heridos. Tenemos tendencia a conmemorar los sucesos diversos por décadas y seguramente el año que viene, en el cual se cumplirán diez años de la tragedia, los recordatorios seran más insistentes en la prensa y en la televisión.
Recuerdo que yo estaba en la escuela y una maestra joven vino muy alterada y me lo comentó. En aquel momento no sabíamos todavía que la tragedia fuese tan grande. Cuando las cosas pasan cerca de nosotros son más increibles que cuando suceden lejos. Madrid es en el fondo, aunque no tenga mar y aunque no queramos reconocerlo, una ciudad parecida a Barcelona en muchos aspectos. Los poderes diversos han potenciado las diferencias y la rivalidad. A mi siempre me ha gustado, siempre me he sentido bien allí y cuando puedo, vuelvo.
Hay gente que a veces me afirma cosas raras, como, por ejemplo, que durante la Guerra Civil se destruyó más Barcelona que Madrid, se ignoran alegremente las grandes penas de la capital y cómo quedó después de la guerra, otro tema es que el franquismo potenciase su reconstrucción y recuperación, que también fue lenta y difícil. Huir de Madrid es más difícil que huir de Barcelona, las fronteras están más lejos. Sin embargo todos esos tópicos funcionan.
El atentado de Madrid constató nuestra fragilidad, se han puesto controles para evitar el terrorismo en los aviones, unas medidas que ahora parece que son tan caras que habrá que reducirlas. Pero sería imposible instalar las mismas medidas en los metros, en los trenes de cercanías, en los autobuses. El riesgo cero no existe pero nuestra vanidad humana parece que quiere creer que todo es evitable y en estos últimos años las medidas de prevención han llegado, en muchos campos, a límites surrealistas. Como en las escuelas, por ejemplo. En mis últimos años en activo cualquier cosa extraordinaria que se hacía en el colegio producía una especie de lluvia de ideas y propuestas para limitar riesgos y evitar que si pasaba alguna cosa nos la cargásemos los profesores o la directora, que suele ser la cabeza de turco más a mano.
El terrorismo es condenable pero a veces se mira con simpatía cuando aquellos que lo practican parecen tener ideas justas. Con los años cada vez me he vuelto más reticente a cualquier forma de violencia directa, esas prácticas son indiscriminadas y a menudo inciden en gente que no tiene la culpa de nada, incluso las huelgas que perjudican a terceros me parecen hoy absurdas, incluso peligrosas para la salud cívica. Cuando recibes palos por algo en lo cual no tienes ni arte ni parte, aunque los motivos profundos del que los reparte sean comprensibles o justos, es fácil que te pases al enemigo por revanchismo, todos somos humanos.
He leído estos días un libro de Jorge Díaz, La justicia de los errantes, no me ha convencido porque soy poco amante de la novela más o menos histórica, aunque el autor insiste en qué sólo quiere entretender. Cuenta las andanzas de anarquistas míticos, con mucha ficción de por medio. Durruti, Ascaso, García Oliver. Aquel era un mundo violento y ellos también empleaban la violencia, motivados por grandes ideales y si hacía falta que hubiese eso que llamamos daños colaterales no se andaban con chiquitas. La novela acaba en julio de 1936. La mitificación de ese anarquismo violento hace olvidar a menudo que existe y existió un anarquismo más amable y pacífico. En nuestros tiempos escucho, con cierta inquietud, llamadas irracionales a guillotinas y fusiles. Nada justifica la muerte de un inocente, por más grandes ideales que muevan a los asesinos ideologizados. Una injusticia hecha un hombre es una amenaza contra todos, escribió creo que Montesquieu. Las mitificaciones históricas a menudo olvidan a los inocentes que pasaban por ahí en el momento más inoportuno.
Sin duda los terroristas que pusieron los explosivos en los trenes madrileños tenían poco apego a su propia vida y se movían por ideales, aunque esos ideales nos parezcan bárbaros y lejanos. Morir por los propios ideales ha sido algo muy explotado por todas las formas de poder, de un signo y de otro. No se puede luchar contra fanáticos ni contra terroristas suicidas, siempre nos podemos tropezar alguno. Tampoc se pueden cambiar ciertas ideologías de un día para otro. Muchos actos terribles se han realizado con cierta buena intención y ya se decía que el infierno estaba pavimentado con buenas intenciones. La vida ya nos mata a todos un día u otro, nadie debería querernos adelantar ese castigo irreversible pero parece que los humanos tenemos tendencia a utilitzar soluciones drásticas en muchas ocasiones. Ya sé, ya sé, el poder también utilitza violencia institucional con recortes y todo eso, es algo que esgrimen los que defienden que se queme lo que sea por ahí, cuando se protesta. Se olvida que el container quemado lo pagamos entre todos, lo mismo que tantos cristales rotos.
La violencia ha acostumbrado a generar más violencia pero después las lecturas gloriosas del pasado han continuado mitificando guerras y revoluciones y las lecturas más reposadas y complejas de tanto mito sangriento no suelen gustar a nadie.