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lunes, 11 de marzo de 2013

AQUEL TRÁGICO 11 DE MARZO

Hace hoy nueve años del atentado a los trenes de cercanías, en Madrid, con casi doscientos muertos y cerca de dos mil heridos. Tenemos tendencia a conmemorar los sucesos diversos por décadas y seguramente el año que viene, en el cual se cumplirán diez años de la tragedia, los recordatorios seran más insistentes en la prensa y en la televisión. 

Recuerdo que yo estaba en la escuela y una maestra joven vino muy alterada y me lo comentó. En aquel momento no sabíamos todavía que la tragedia fuese tan grande. Cuando las cosas pasan cerca de nosotros son más increibles que cuando suceden lejos. Madrid es en el fondo, aunque no tenga mar y aunque no queramos reconocerlo, una ciudad parecida a Barcelona en muchos aspectos. Los poderes diversos han potenciado las diferencias y la rivalidad. A mi siempre me ha gustado, siempre me he sentido bien allí y cuando puedo, vuelvo. 

Hay gente que a veces me afirma cosas raras, como, por ejemplo, que durante la Guerra Civil se destruyó más Barcelona que Madrid, se ignoran alegremente las grandes penas de la capital y cómo quedó después de la guerra, otro tema es que el franquismo potenciase su reconstrucción y recuperación, que también fue lenta y difícil. Huir de Madrid es más difícil que huir de Barcelona, las fronteras están más lejos. Sin embargo todos esos tópicos funcionan. 

El atentado de Madrid constató nuestra fragilidad, se han puesto controles para evitar el terrorismo en los aviones, unas medidas que ahora parece que son tan caras que habrá que reducirlas. Pero sería imposible instalar las mismas medidas en los metros, en los trenes de cercanías, en los autobuses. El riesgo cero no existe pero nuestra vanidad humana parece que quiere creer que todo es evitable y en estos últimos años las medidas de prevención han llegado, en muchos campos, a límites surrealistas. Como en las escuelas, por ejemplo. En mis últimos años en activo cualquier cosa extraordinaria que se hacía en el colegio producía una especie de lluvia de ideas y propuestas para limitar riesgos y evitar que si pasaba alguna cosa nos la cargásemos los profesores o la directora, que suele ser la cabeza de turco más a mano.

El terrorismo es condenable pero a veces se mira con simpatía cuando aquellos que lo practican parecen tener ideas justas. Con los años cada vez me he vuelto más reticente a cualquier forma de violencia directa, esas prácticas son indiscriminadas y a menudo inciden en gente que no tiene la culpa de nada, incluso las huelgas que perjudican a terceros me parecen hoy absurdas, incluso peligrosas para la salud cívica. Cuando recibes palos por algo en lo cual no tienes ni arte ni parte, aunque los motivos profundos del que los reparte sean comprensibles o justos, es fácil que te pases al enemigo por revanchismo, todos somos humanos.

He leído estos días un libro de Jorge Díaz, La justicia de los errantes, no me ha convencido porque soy poco amante de la novela más o menos histórica, aunque el autor insiste en qué sólo quiere entretender. Cuenta las andanzas de anarquistas míticos, con mucha ficción de por medio. Durruti, Ascaso, García Oliver. Aquel era un mundo violento y ellos también empleaban la violencia, motivados por grandes ideales y si hacía falta que hubiese eso que llamamos daños colaterales no se andaban con chiquitas. La novela acaba en julio de 1936. La mitificación de ese anarquismo violento hace olvidar a menudo que existe y existió un anarquismo más amable y pacífico. En nuestros tiempos escucho, con cierta inquietud, llamadas irracionales a guillotinas y fusiles. Nada justifica la muerte de un inocente, por más grandes ideales que muevan a los asesinos ideologizados. Una injusticia hecha un hombre es una amenaza contra todos, escribió creo que Montesquieu. Las mitificaciones históricas a menudo olvidan a los inocentes que pasaban por ahí en el momento más inoportuno.

Sin duda los terroristas que pusieron los explosivos en los trenes madrileños tenían poco apego a su propia vida y se movían por ideales, aunque esos ideales nos parezcan bárbaros y lejanos. Morir por los propios ideales ha sido algo muy explotado por todas las formas de poder, de un signo y de otro. No se puede luchar contra fanáticos ni contra terroristas suicidas, siempre nos podemos tropezar alguno. Tampoc se pueden cambiar ciertas ideologías de un día para otro. Muchos actos terribles se han realizado con cierta buena intención y ya se decía que el infierno  estaba pavimentado con buenas intenciones. La vida ya nos mata a todos un día u otro, nadie debería querernos adelantar ese castigo irreversible pero parece que los humanos tenemos tendencia a utilitzar soluciones drásticas en muchas ocasiones. Ya sé, ya sé, el poder también utilitza violencia institucional con recortes y todo eso, es algo que esgrimen los que defienden que se queme lo que sea por ahí, cuando se protesta. Se olvida que el container quemado lo pagamos entre todos, lo mismo que tantos cristales rotos. 

La violencia ha acostumbrado a generar más violencia pero después las lecturas gloriosas del pasado han continuado mitificando guerras y revoluciones y las lecturas más reposadas y complejas de tanto mito sangriento no suelen gustar a nadie. 

jueves, 31 de mayo de 2012

Víctimas incómodas y olvidos culpables




Ô Liberté, que de crimes on commet en ton nom ! 

(Madame Roland, antes de ser guillotinada).

El infierno está empedrado de buenas intenciones (refrán popular).





El 29 de mayo hizo ventiún años del atentado al cuartel de Vic. Lo recordaba un amigo, Francesc Puigcarbó, en su blog y poca gente más. Claro que tenemos tendencia a celebrar las fechas redondas, las décadas, los centenarios. Sin embargo ese atentado ha resultado siempre incómodo a todo el mundo. Murió en él algun niño y también una joven catalana que se había enamorado de un guardia civil, como le pasó a una tía mía de la Garrotxa, hace muchos años. 

La joven esposa había querido vivir en el cuartel, con su marido, a pesar de qué la familia, tal y como estaban las cosas, en alguna ocasión le había aconsejado que no lo hiciera. En el entierro quisieron que se pusiera encima del féretro una senyera, cosa que no gustó a determinados sectores. A otros, como al fin y al cabo eran guardia civiles, el atentado no les hizo tanto daño moral como, por ejemplo, el de Hipercor. Tanto es así que el hecho casi no se ha recordado ni hay ningún monumento o placa que evoque aquellas víctimas. Las víctimas no son siempre iguales, claro. Unas no son inocentes del todo y otras son, como esas, inocentes pero incómodas para todo el mundo.

El periodista Albert Om realizo hace algún tiempo un reportaje sobre los hechos y ese silencio que los ha acompañado a lo largo del tiempo. En Catalunya se tuvo un respeto algo envidioso por ETA y la manera de ser vasca. ETA, ETA, más metralleta, repetía mucho progre de la época que lamentaba que eso que se dio en llamar lucha armada no tuviese más seguidores en nuestra tierra y que  creía que en Catalunya no pasaría nunca nada gordo. Los catalanes hemos sido considerados gallinas en más de una ocasión. Ya antes de la guerra civil, cuando en el 34 hubo un intento de golpe de estado de izquierdas, los asturianos se llevaron, entonces, la brutal represión y el mérito al valor y la lucha. Después fueron los vascos. Se hacían a menudo bromas y chistes sobre huevos y gallinas. Los huevos fueron asturianos y luego vascos, las gallinas siempre fueron autóctonas. 

Soy contraria a cualquier violencia, todavía más si afecta a terceras personas que nada tienen que ver, directamente, con los problemas de violencia institucional. Los daños colaterales, vengan de donde vengan, me parecen injustos, deshumanizan al militante luchador. La violencia siempre trae más violencia pero ya sabemos que eso es lo que se busca, acción, represión, más acción, más represión. Una cosa es asesinar a un torturador y la otra a un anónimo representante de lo que sea que ha caído donde ha caído por casualidad y circunstancias. Ser gallina no me parece un problema. Es más, reivindicó esa cobardía prudente y pactista, la verdad.

En estos últimos tiempos, en broma pero de forma inquietante, escucho muchas referencias a la necesidad de guillotinas y pelotones de fusilamiento. Me pasa como con la moda de los chistes racistas, me molesta, me resulta desagradable oir ese tipo de llamadas a matar a no sé quién. Y es que lo peor es que nunca se mata a los culpables reales, aunque tampoco eso daría los resultados apetecidos ya que aquello de muerto el perro muerta la rabia es una ilusión absurda y la rabia siempre es mucho más difícil de erradicar que no un pobre perro. Me molestan las reacciones viscerales, los destrozos inútiles, las pedradas indiscriminadas, los piquetes que lo son todo menos informativos. No me convencen las explicaciones destinadas a comprender ese tipo de cosas, a menudo condescendientes y casi admirativas hacia los supuestos revolucionarios en potencia, pocas veces identificados.

Recuerdo las narraciones de una monja de mi escuela que de muy jovencita había estado en las revueltas que hubo en Marruecos con motivo de la independencia, contra los franceses, a principio de los cincuenta. Los ricos colonialistas escaparon y la gente del pueblo la tomó con sus sirvientes, muchos de los cuales murieron quemados en hogueras o linchados. Pobres gentes, que eran sólo criados explotados. De jovencitas incitábamos a la monja a que nos contase aquellas cosas terribles, así nos ahorrábamos la clase. Debía haber quedado tan traumatizada que no le importaba repetirlo. 


En nuestra guerra civil pasaron cosas parecidas en todos los bandos, que no fueron sólo dos, sino muchos más. Los importantes se fueron y quedaron abandonados a su suerte muchos inocentes con los cuales se ensañaron los sádicos de turno. He escuchado cosas horribles que nunca he visto escritas, sobre todo cosas que sucedieron en zonas rurales, dónde tan fácil es ocultar las barbaridades. La mitificada revolución francesa se ha vendido como una lucha por la libertad cuando fue, también, un baño de sangre debidamente orquestado por los aspirantes al nuevo poder. Lo mismo por lo que hace a la revolución soviética o a la revolución cultural china. La historia la escribe alguien, normalmente el vencedor o el perdedor revanchista. Las víctimas anónimas no tienen cronista. Y el periodismo, ay, el periodismo de hoy día tiene bastante trabajo con sobrevivir como puede y le dejan.

El atentado de Vic parece que respondió a la perversa lógica de dar publicidad a la lucha armada en el marco de la preparación de las olimpiadas del 92. Sin embargo algún pacto debió establecerse posteriormente, además de la correspondiente represión previa y preventiva a cargo de ese señor al cual ahora queremos tanto, ya que las olimpiadas se celebraron en olor de multitud y sin problemas. La función, ya lo sabemos, debe continuar. Y todavía hay quién quiere creer que el deporte y la política tienen poco que ver.