martes, 4 de julio de 2017

PERDER EL TIEMPO PARA RECOBRARLO

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Librería El Virrey, Lima

Ayer miraba uno de esos canales modestos en los cuales todavía hay programas sobre libros en horario asequible. Un periodista cultural de mediana edad y un librero más joven fueron preguntados por el también joven director del programa sobre si releían. Uf, contestó el joven librero, que va, no hay tiempo, debo saber qué se publica para poder recomendar libros y salen tantas cosas cada día... El periodista dijo que poco, de vez en cuando, pero que también se veía obligado a leer novedades, por motivos profesionales.

Uno y otro usaron, en referencia a la relectura, la frase perder el tiempo. Por suerte ya no es tan frecuente una frase antigua, aquella de matar el tiempo, tan horrible. Me imagino la carga que debe representar tener una profesión que obliga a leer de forma rápida, compulsiva, poco meditada y sin posibilidad de relectura. Aplicado a una cosa como la lectura, tan excesivamente valorada, tan mitificada de forma absurda, suena mal, pero ese consumo compulsivo de lo que sea es muy de nuestro tiempo y cuando hablo de nuestro tiempo incluyo el presente pero también el pasado reciente.

Una amiga mayor que yo, que, con su marido, había sido muy viajera y que hoy, por razones de edad, no viaja tanto, me dijo un día que nunca les había gustado repetir, ya que había tantas cosas para ver. No viajaban por obligación profesional, como el librero y el periodista, pero sí por una especie de obligación cultural ya que el viaje también se ha mitificado. Lo que se mitifica, si es asequible, se masifica y se frivoliza, quizás no puede ser de otro modo. Hay gente que cree que un viaje a un lugar lejano exige que veas todo lo que puedas para aprovechar el dinero y el desplazamiento pero,  en cambio, desconoce su ciudad, su barrio, su calle.

Leer o viajar por placer, por verdadero placer, creo que comporta repetir, que exige una cierta lentitud, no ambicionar llegar a todo, cosa imposible, pero sí saborear aquello que nos resulta agradable. Un libro releído, una película que se vuelve a contemplar, un lugar al cual volvemos, es siempre nuevo, diferente. También nos puede decepcionar, claro, el recuerdo es engañoso y las cosas cambian, no siempre a mejor.

En el otro extremo de esas inquietudes por la pérdida de tiempo están las personas que sólo releen clásicos, por ejemplo, o aquellos que ya no van al cine porque las películas de hoy no les gustan. Siempre se habla por experiencia propia y nuestra experiencia suele ir cargada de prejuicios y tópicos. Hoy todo es cuantitativo, se sube a las montañas corriendo y las cajitas de lápices de colores justo se estrenan. 

Hace años envidiaba a los profesionales de eso impreciso que llaman cultura, actores, periodistas, críticos teatrales, profesores de universidad. Pero todo acaba por ser repetitivo, nos guste o no y en el fondo la realidad es que una profesión o un lugar de trabajo se valora por sus rendimientos econòmicos. Ese sentimiento de rutina lo expresó muy bien aquel conocido poema de León Felipe sobre ser en la vida romero e intentar que las cosas no nos hagan perder el respeto por la realidad. Sin embargo, nunca puede ser todo nuevo y excitante y también tiene un valor poético la monotonía, la repetición, el reencuentro.

La lentitud tiene un valor y, cuando envejeces, resulta inevitable, obligatoria. Pero la publicidad, la medicina, intentan que ni tan sólo en esa etapa final seas lento. No se puede ser viejo, esa palabra, hoy, parece un insulto. Me dieron cierta pena ese librero, ese periodista, obligados a leer de todo para tener opinión y poder expresarla. Necesitamos de esos lectores compulsivos dedicados a esos trabajos porque tampoco tenemos tiempo para repasar los miles y miles de libros amontonados en las grandes librerías y escoger, así que nos dejamos influenciar por las recomendaciones de unos expertos esclavizados por su trabajo que quizás creen importante, imprescindible.

Es imposible leerlo todo, verlo todo, mirarlo todo. Esos intentos acaban por conformar un mundo algo histérico, las posibilidades de acceder a tantas cosas han perjudicado la calidad, pero es la tendencia actual, también el trabajo industrial acabó, más o menos, con el trabajo artesanal, más bien hecho pero accesible a minorías, en general. Hace años leí en un Correo de la Unesco, una revista que en mi juventud se leía bastante y hoy no sé ni si existe ya, que la educación del futuro posibilitaría los viajes de grandes masas de personas, para conocer el mundo y la gente en su salsa. 

Explicado allí y entonces parecía muy poético, casi imposible. Hoy esas masas ya existen, transitan de forma rápida por nuestras ciudades, por nuestro cielo o por nuestros mares, parecen más bien extraños rebaños humanos que ven mucho y miran poco. Sin embargo, mi opinión, me temo, tiene poca validez. Es la de una abuelita y ya se sabe que el paso del tiempo deforma las evocaciones y nos muestra el pasado bañado en esa poesía que el presente no tiene ni tendrá. Sobretodo, cuando ya no eres joven y parafraseando los manidos versos de Gil de Biedma, ves que la vida va en serio y que envejecer y morir es el destino inevitable de los que leen mucho y de los que leen poco.

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